Hola. ¿Hay alguien ahí? Para quien esté interesado, aquí dejo la primera entrada del nuevo blog que estreno en larioja.com, compuesto por los artículos que cada domingo publico desde hace algunos años en Diario LA RIOJA. Una imaginaria correspondencia con el prócer Sagasta, con quien repaso la actualidad de nuestro pequeño mundo. Esta misiva se publicó el día 2 de febrero y se titulaba Media clase. Ahí va.
Vigoroso prócer. Supongo que conoces la anécdota de cuando el eximio escritor Josep Pla visitó Nueva Yok y sus anfitriones le guiaron a la azotea del Empire State para que contemplara Manhnattan en toda su magnificencia, esperando alguna asombrada ocurrencia y por todo dictamen el amigo Pla pronunció esta pregunta: «¿Quién paga todo esto?». Una pregunta pertinente en muchas situaciones de la vida, la pregunta que tantas veces me hago yo mismo cuando cruzo esta España desbordante de autovías (se excluye La Rioja), megainfraestructuras (alguna incluso en funcionamiento), consultorios de salud, casas de cultura y casas de la juventud, centros sociales, hospitales, aeropuertos (en ocasiones veo aviones) y otras graciosas aportaciones del que llaman Estado del Bienestar a la española. Sí: quién paga todo esto. Buena pregunta.
La respuesta surge rauda: lo pagamos nosotros. Los españoles. Bueno, no todos. O no todos en la misma proporción. El sector de la sociedad que apoquina los euros necesarios para mantener en pie la nación, levantar su imaginaria persiana cada mañana y allegar los jornales correspondientes a policías, soldados, médicos, enfermeras, maestros y el resto de la tropa funcionarial somos la denominada clase media. La clase media, que si además trabaja por cuenta ajena y por lo tanto tiene cegada cualquier vía de escape ante el fisco, representa desde antaño pero sobre todo hogaño la fuente de financiación de aquellas conquistas que arriba te relataba: para según qué derramas tienes que excluir a demasiados asalariados por cuenta propia, esos jetas que nos colocan en la cima europea de defraudadores a Hacienda según acabamos de comprobar de nuevo.
Así que unos cuantos españoles pagan esto y lo otro y a cambio qué reciben. Esa pregunta es todavía mejor que la anterior. Bueno, en teoría recibían una sanidad parangonable a del orbe civilizado, una educación digna de tal nombre, una red de asistencia social que sin recordar a Escandinavia no estaba nada mal, sobre todo viniendo de donde veníamos: no olvides que hace nada aún atravesábamos la larga noche de la dictadura. De repente, sin embargo, ese intercambio de favores mutuos entre Estado y ciudadanía empieza a romperse por donde suele, por el flanco más débil. Quiere decirse que la clase media ya no es tan media: le han movido el suelo y empieza a mirar hacia los pisos de abajo. Consecuencia, me temo, de que el mecanismo recaudatorio que le exige aportaciones perpetuas no cesa en su voracidad e incluso ha ideado nuevos nichos de negocio tributario. En los rincones más insospechados nacen impuestos de reciente cuño, algunos de los más veteranos aumentan su cuantía y con el bolsillo vaciado, el españolito medio se convierte en medio españolito.
Lo cual conduce inevitablemente a la amargura. Ese ciudadano iracundo que asoma en cada telediario se malicia que sobre su dolorido espinazo perpetrarán más ocurrencias sus gobernantes y exhibe su furia en directa proporción a la evidencia de que a los privilegiados no les salpican el traje estas nimiedades, la certeza de que hay otras alternativas que jamás nadie se atreverá a explorar por esta tierra, a diferencia de otras. No es por dar ideas, pero Islandia, que llevó ante el juez a los banqueros que arruinaron el país, ve hoy crecer su economía al 2% en medio de un apaciguado clima ciudadano, muy rico en igualdad social. Más o menos como por aquí, donde al maltratado miembro de la clase media sólo le cabe el consuelo de que siempre habrá alguien peor. El consuelo de pensar que uno de esos tres millones de niños españoles que hoy viven en la pobreza no es su hijo. De momento.