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El oficio más hermoso

García Márquez, en sus tiempos de reportero

Jocoso prócer. Mientras honrábamos estos días al difunto García Márquez, quien te escribe recordaba la frase que un día firmó el premio Nobel, un consejo que he procurado llevar como divisa: nunca usarás el verbo realizar. «¡Realizar, qué palabra tan fea! Cuando la veo escrita, dejo de leer», se horrorizaba el autor de ‘Cien años de soledad’. Uno, en su modestia, interpretó ese aviso como una instrucción de uso para mejorar su relación con el idioma y con este oficio que se nutre, sobre todo, de eso: de palabras.

He pensado mucho estos días en aquella frase, como si poseyera un sentido oculto. No lo tiene. Es sólo un consigna. Una sugerencia para rastrear la pista del otro García Márquez, del primer García Márquez, del García Márquez esencial: el periodista. Y repasando su vínculo con este oficio a partir de las confidencias que desvelan otros colegas que le trataron, concluirás conmigo que sus sucesores vivimos tiempos sombríos.

Fíjate bien: la estupenda cronista Leila Guerriero recuerda que Gabo «supo que el lugar de un reportero no era la calma burocrática, sino la calle». El estudioso Alex Grijelmo, por su parte, rescata esta advertencia de entre las citas del maestro colombiano: «Cuando uno se aburre escribiendo, el lector se aburre leyendo». Y Héctor Abad Faciolince reivindica a su paisano García Márquez ejerciendo el periodismo «con la humildad del escribano», en dirección «al corazón de los lectores». A su vez, Salcedo Ramos, brillante eslabón en la estirpe de García Márquez, nos regala una idea que seguramente ignoraremos:_«Sus reportajes nos revelan un universo. En esa ambición radica el poder de su periodismo». Y, en fin, el mexicano Alex Almazán avisa: «Macondo puede ser cualquier lugar donde haya historias extraordinarias y exista quien las cuente. García Márquez las escuchó, las contó y las leímos». A ver si alguien le imita.

Sucede que García Márquez abominaba de la decadencia del periodismo, de ese aire funcionarial que nos ha ido ganando: las redacciones convertidas en quirófanos, donde triunfa la asepsia. Y uno, que sabe que el buen periodista es aquel que goza de buenos maestros, se ha dejado guiar por gente como García Márquez en la estúpida confianza de que le conduciría por el camino correcto. Y porque me siento en deuda con él desde su deslumbrante ‘Relato de un náufrago’, perfecto ejemplo de cómo en un gris teletipo duerme una historia maravillosa si la escrutan ojos que lo sepan ver. Por su contagioso amor hacia este oficio he mirado incluso a otro lado cuando reparaba en su defensa de la asqueante dictadura cubana y su aberrante devoción por Fidel Castro, flaquezas para mí incomprensibles. Las aceptaba porque en lo primordial siento que García Márquez lleva razón: la ficción no se aparta tanto de la realidad, puesto que está formada también por hechos. Hechos tamizados por la memoria y perfeccionados por lo fantástico. Pero hechos.

Sí, la ficción ejerce como envés de la realidad porque la auténtica realidad siempre es fantástica. Una montaña del estado norteamericano de Washington se traga medio pueblo, vecinos incluidos; en un ignoto punto del Índico duerme el inquietante esqueleto de un avión con su vientre repleto de desaparecidos; y más aviones: un adolescente viaja de California a Hawai oculto en el tren de aterrizaje… Tres historias prodigiosas, huellas de la magia de lo real, testigos de la fantasía cotidiana. Ejemplos de que García Márquez acertó proclamando que el periodismo es el oficio más hermoso del mundo. Pero ignorando que a menudo también es tal vez la profesión más puñetera.

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