Dichoso prócer. Te supongo aún conmocionado por la meganoticia que nos deparó la semana saliente, el anuncio de que tendremos que habituarnos a llamar Rey de España al hasta ahora Príncipe, Felipe VI para el mundo en cuanto ciña la corona a su testa. Un alboroto de intensidad variable siguió al anuncio del todavía Monarca, cuya promesa de abdicación recogió una diversidad de opiniones. Entre ellas, las de esos compatriotas muy duchos en pescar en aguas revueltas, costumbre española tan acendrada que invalida a menudo un debate harto interesante… de plantearse en términos más razonables. Porque cuando las muestras de adhesión a la República se mezclan con otras acabadas manifestaciones del folclore popular, toda posibilidad de discusión seria queda amputada. En cualquier caso, para abolir la Monarquía el camino es sencillo: quienes prefieran la tricolor sólo tienen que ganar las elecciones y valerse de su mayoría parlamentaria.
Hasta entonces, yo me decanto por titubear como suelo. Por un lado, me reconozco desconcertado. De repente, toda una vida con este señor de jefe de Estado desaparece y uno no acaba de acostumbrarse. Me intrigan también el contexto empleado para su adiós, la secuencia temporal, los argumentos de fondo. Soy como ves uno de tantos españoles versados en el arte de la conspiración, los que suponen que siempre habrá gato encerrado. Lo cual a menudo es mucho pensar: las cosas son, ay, más sencillas de como nos empeñamos en verlas. Tal vez tan sólo ocurría lo que el propio interesado declara: que creía llegado el tiempo de ceder el testigo a la siguiente generación. Que 76 años son muchos años. Que superado el viacrucis del elefante, citaciones judiciales y resto de sucesos que ensombrecen el panorama monárquico, parecía la hora idónea para ceder la vez.
Yo me lo creo. Soy así de pánfilo. Pienso no obstante que la Monarquía se asoma a un porvenir comprometido. Dicen que el futuro Rey llega muy preparado, pero a mí me parece que el cargo demanda sobre todo olfato. Intuición, capacidad para la empatía, audacia. Justo aquello que ha distinguido a su padre, a quien echaré de menos: como tantos españoles (él mismo entre ellos), creo que ha cometido errores, la mayoría evitables, infantiles acaso. Fruto a mi juicio del puro desgaste, lo que llaman en arquitectura fatiga de los materiales. Pero en el balance general detecto más luces que sombras, ya lo siento. Así que rechazo sumarme al coro de quienes piensan que la Monarquía es incompatible con la democracia. La democracia, ya ves, ese invento español: qué sabrán los daneses, holandeses o británicos. Ciudadanos sometidos también a una monarquía, qué cosas. Ciudadanos de países muy civilizados.
Más civilizados que el nuestro, donde vivimos días harto infaustos, golpeadas las instituciones por una ola de ira popular muy comprensible habida cuenta los espectáculos que protagonizan nuestros representantes. Aunque Felipe tiene suerte: a su lado dispone de una Reina adiestrada en la vida común al resto de mortales. Hasta matrimoniar, la Princesa tuvo que pagar una hipoteca, hacer fila en la frutería, pedir cita en el ambulatorio. La rutina de cualquier españolito, hasta que se casó: hoy la compadezco. Debe aguantar un alud de críticas si el calzado no le combina con el bolso, soportar un escrutinio público que a mí me tendría histérico, prepararse para el trono y educar a dos hijas. Sí, su marido tiene suerte. Porque si el porvenir de la Corona pasa por conectar con la ciudadanía, tal cometido exige pisar la calle, ir alguna vez al cine, comerse un bocata en un bar alfombrado de serrín y marcharse de copas tras un concierto. Justo la cuota mundana que aporta a su familia la Reina entrante. Su tributo a una Monarquía cuyo futuro tiene nombre de mujer: de Letizia, a Leonor.