Añorado prócer. Sabes bien que el país que un día gobernaste merece grandes elogios, porque son muchas sus virtudes por más que tantas veces queden sepultadas bajo un alud de defectos. Entre ellos, uno bastante perverso: que hay que construirlo cada día. Lo conseguido ayer, hoy de nada vale; lo de anteayer, ni te cuento. Vamos avanzando entre las brumas del olvido, ignorantes de que la historia es en realidad una superposición de estratos. Un viaje desde la base hasta la cúspide, donde se supone que vivimos sin dejar de mirar hacia atrás, porque aunque nos empeñemos en ignorarlo en realidad sólo somos pasado. El presente, una vana ilusión.
Permite que me ponga crespuscular, porque los sucesos de las últimas horas me instalan en la dulce melancolía, mientras musito para mis adentros la frase célebre: lo que pudo haber sido. Qué sería de nosotros si estuviéramos más atentos a las lecciones de la historia, para evitar incurrir en los mismos errores que nuestros abuelos. Me temo que, al contrario, el español es el animal que tropieza no dos, ni tres, ni cien veces en la misma piedra: nuestro placer más secreto reside en tropezar hasta el infinito. Hasta el infinito y más allá.
Viene toda esa digresión a cuento de la historia que protagonizan los dos caballeros de la foto. Representan ambos más o menos lo mismo. Un estilo, una actitud, un cierto decoro. La clase, vaya; que se tiene o no se tiene. Cualquier país menos cainita debería preservar a este tipo de compatriotas como especies amenazadas, en vías de extinción. Cualquier nación se alegraría de contar entre sus héroes a personajes más dados a la contención que la histeria, más duchos en la asunción de culpas que en la obscena exhibición de hazañas, más predispuesto a la discreción que al exceso de fatuidad que impera entre nosotros.
Pero esta clase de español, antes tan habitual, hoy se bate en retirada. Qué importa que hayan protagonizado gestas sin fin, desplegado todo su talento al servicio de un ideal colectivo frente al universo del yo que tanto daño nos hace. Nuestra pareja vive días sombríos; despreciados por la masa que antes los elevó a los altares, ambos corren la suerte común a tantos ídolos, el destino que aguarda igualmente a quienes hoy se ven ensalzados: descuida, que ya les llegará la hora de probar el acíbar porque viven en un país de flaca memoria. Sus éxitos fueron deportivos (encadenaron una secuencia histórica de tres títulos en seis años nunca antes lograda, con un juego sedoso y memorable) pero también extradeportivos: no se les conoce un feo gesto, un desplante, una palabra inoportuna. Incluso hoy aceptan los reproches en silencio, sin golpes en el pecho. Son deportistas y por lo tanto saben lo que debería saber cualquiera que haya jugado alguna tarde a algo, incluido el mus: que a veces se gana, otras se pierde. El azar, ese socio inesperado.
Sí, eso lo debería saber cualquiera pero en España se ignora: piensa que en términos históricos nuestra Constitución, que ha obrado el milagro de 40 años de convivencia pacífica, en realidad es un bebé pero ya queremos otra. La Monarquía que vertebró tal proeza tampoco nos sirve. Y los héroes que ayer nos entretenían el rato y lo hacían más ameno viajan al desván de la historia. El deporte, ya sabes: como avisó el escritor Richard Ford, sería una estupenda metáfora de la vida si la vida necesitara metáforas.