Atribulado prócer. Te juzgo enterado, gracias a la memorable crónica despachada desde París por el corresponsal de ABC Juan Pedro Quiñonero, del movimiento contestatario emprendido por los libreros de Francia para oponerse a la marea de basura que, camuflada como baja cultura, amenaza con arrasar las más acababas muestras de civilización que atesoramos. Un grupo de valerosos galos ha decidido algo tan sencillo (y tan complicado) como decir no: se niegan a vender en sus librerías el librito donde la despechada expareja del presidente francés aprovecha para ajustar cuentas y abrillantar su billetera con banalidades, chismes y naderías. Sí, los libreros de Francia han dicho no: aconsejan a quienes estén interesados en esas vacuidades acudir a otros establecimientos que se prestan a comercializar tal basurilla y animan a sus potenciales clientes a que, por el contrario, perseveren en profundizar en la obra de luminarias como Balzac, Proust y Víctor Hugo, cuyos libros seguirán vendiendo… mientras queden lectores.
Esta maravillosa noticia me ha conmovido. Sobre todo, porque coincide con el anuncio de que una cadena de televisión española cuyo nombre no citaré, perita en el arte de airear despojos, ha contratado a la hija de una tonadillera, más célebre por lo que canta ante el juez que por sus trinos en el escenario, a cambio de 900 euros por programa. Haz tú mismo la cuenta y deprímete como yo. Hay días en que Europa, ay, vuelve a empezar en los Pirineos. Pero no es la distancia que nos separa aún de los países más civilizados del continente lo que más me enerva: lo que me subleva de verdad es confirmar cuán difícil resulta imitar a los amigos libreros que acampan a las orillas del Sena y, como ellos, ser capaces también de decir no.
Porque en esta hora aciaga que vivimos creo llegado el día de negarnos a colaborar en el descrédito generalizado de la vida pública. Cada cual, desde su humilde hogar o puesto de trabajo, debería contribuir a apartarnos de las más funestas costumbres. La primera, echar la culpa de todo a los políticos. No seré yo quien defienda a tus sucesores en tan noble oficio, pero pienso que seguir pensando en ellos como responsables máximos de todo este desaguisado nos libera demasiado graciosamente de nuestra propia parte de culpa.
De modo que tal vez tengamos que habituarnos a decir no cuando contratamos a un profesional y nos invita a pagarle en negro (todo o una parte); cuando acariciamos el ego de las generaciones venideras y somos incapaces de exigirles el mismo esfuerzo y capacidad de compromiso que a nosotros sí nos impusieron nuestros padres (y a ellos los suyos); cuando observamos al vecino comportarse groseramente al volante (o como peatón). Decir no significa cambiar de canal con el mando a distancia; decir no es negarse a someterse a los abusos del poderoso, claro, pero decir no supone también un ejercicio de autocrítica y confesar que no siempre hacemos bien las cosas. Que no siempre nos comportamos como buenos ciudadanos, que no siempre llevamos razón. Y que en ocasiones basta una pequeña conjura de algunos de nosotros, cada cual en la medida de sus posibilidades, para que nuestra sociedad mude su piel.
De momento: luego tendríamos que procurar que mejoren su corazón y sus neuronas. Como si fuéramos libreros de Francia.
(Jorge Luis Borges: «Hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas han tomado la extraña resolución de ser razonables»).