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Carta a Sagasta

Luz, más luz

Acertado prócer. Comparto contigo las cavilaciones que nuestro común amigo Martin Amis, escritor cuya pluma resulta tan ingeniosa como mordaz su lengua, lanzó hace tiempo, con ocasión de un encuentro con jóvenes lectores. Eran los días posteriores a los ataques islámicos que dejaron en su Londres natal un reguero de muertos, inocentes cuya sangre quedó vertida a mayor gloria de las inacabables guerras religiosas. Amis se dirigió a su auditorio preguntando si había alguien que se considerase moralmente superior a esas alimañas terroristas y se sorprendió cuando comprobó que nadie (¡Nadie!) levantaba la mano.

Así que nuestro hombre se alarmó y yo comparto su miedo. Porque cunde entre nosotros la especie de que, en aras de la necesaria convivencia a escala mundial, deberíamos replegar nuestros valores para que se adapten a esa versión menor que llaman Islam. Lejos de mí cualquier arrebato racista: juzgo como un hermano a cada igual que se asiente en el planeta compartido y me pondré siempre de parte del afligido, a quien procuraré defender frente a sus verdugos y no me importará jamás qué religión profesen unos y otros. Pero una civilización, por así llamarla, que contempla eliminar las conquistas que costaron siglos de combate en favor del imperio de la ley y de la justicia, del respeto por los derechos humanos… Bueno, llamar civilización a ese regreso a la Edad Media suena a broma. Yo lo veo más bien como un caso de cultura sin evolucionar: cuando la religión se convierte en un yugo antes que en una liberación para millones de personas, cuando en nombre de ciertas creencias se cometen abusos sin cuento, desde la ablación del clítoris al linchamiento por adulterio, cuando el papel que se reserva a la mujer queda equiparado al que sufría en la noche de los tiempos… Me parece que instalar el debate en términos equiparables entre tan diferentes maneras de ver la vida resulta, humildemente, inapropiado. Y que, humildemente, llega el día, como rogaba Mr. Amis, de levantar la mano y decir que uno cree pertenecer al bando de los buenos. Humildemente.

Porque es verdad que Occidente, a lo largo de la historia, ha perpetrado contra la nación árabe rapiñas vergonzosas, crueles alienaciones y bárbaros saqueos. Más o menos en la misma proporción en que los ha sufrido. Dicho lo cual, la ola de violencia que padecemos, con Oriente Medio en perpetuo incendio, sin asomo de perdón hacia el otro o de compasión hacia el semejante, pertenece a la misma triste categoría: otro capítulo en la historia universal de la infamia. Los asesinatos (que otros llamarán ejecuciones, según la difunta jerga etarra) de periodistas y cooperantes militan en esa misma idea racista: en efecto, los cometen quienes se creen superiores porque el Dios que profesan así se lo susurra al oído. Porque piensan que la vida del otro no vale nada. Así que este milenio recién comenzado tiene muy mala pinta: prevalece el odio mayúsculo y reina la oscuridad, justo cuando necesitaríamos luz. Más luz, como rogaba Goethe. Menos tinieblas, más coraje cívico: para que cuando nos pregunten si una sociedad pacífica y muy rica en libertades es superior a otra donde se sojuzga al ciudadano, alguien se atreva a levantar la mano.

(«Al pensar en las víctimas y en el futuro inminente, siento aflicción, y luego vergüenza, y luego miedo por la especie». Martin Amis dixit).

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