Alborotado prócer. Me permitirás que hoy te relate un sucedido que me sobrevino la otra noche, cuando volvía al hogar familiar y un forastero me requirió preguntándome por una dirección. La verdad es que me sorprendió, porque tal petición, antes tan habitual, hoy está en desuso. Se ve que el hombre vive todavía en los añorados días previos a google maps y el gps, qué envidiable felicidad. El caso es que me contó que acababa de llegar por tren a Logroño y se maravillaba de la formidable estación de que disponemos sus habitantes, ese fantástico edificio con jardín colgante incluido al que sólo le falta lo esencial: que Renfe se anime y lo llene de locomotoras. Preferiblemente, de las llamadas rápidas.
Ocurrió que mientras le indicaba cómo alcanzar la calle Villamediana, noté que no atendía a mis explicaciones. Miré hacia donde dirigía sus ojos y vi a través de ellos. Y lo que vi no me gustó. Dos chavales africanos desfilaban con sus colchones al hombro desde la Estación de Autobuses hasta el cercano pasaje de Pío XII donde duermen en compañía de otros desdichados, miembros de la misma cuerda de menesterosos, humildes navegantes de la trágica hora que atraviesa nuestra civilización. Era un espectáculo penoso, que yo conocía como tantos otros logroñeses… aunque desde hace tiempo confieso que ni me inmuto. Estos inquilinos de la pura calle ya son invisibles para mí. Y sospecho que a mis convecinos les pasa lo mismo.
Lo cual no significa que tengamos unos y otros el corazón de piedra. Acontece simplemente que vivimos abrumados por tanta desgracia que habita a nuestro alrededor, esa avalancha de aflicciones que nos inmuniza para activar en nuestras entrañas valores que parecen pasados de moda: la piedad, la compasión. Hace meses ya escribí en estas páginas a propósito de un mendigo fotografiado mientras pedía limosna en la Gran Vía de Logroño un artículo titulado ‘El hombre invisible’. Hoy, el número de invisibles crece exponencialmente en proporción directa a nuestra indiferencia.
Y, sin embargo, mientras cavilaba sobre el impacto que se había llevado ese viajero, quien había transitado en apenas unos metros desde el formidable despliegue propio del siglo XXI que encierra la Estación de Renfe hasta esas imágenes de los desheredados de la fortuna vagando por mi ciudad, propias del Londres del siglo XIX que retrató Dickens… Mientras le daba vuelvas al cacumen, caí en la cuenta de que esos chavales africanos que arrastraban sus colchones iban sonriendo, bromeando entre ellos. Y concluí que encarnaban, pese a sus desdichas, una cierta dignidad. La misma dignidad que observé luego en la tele cuando entrevistaban a un grupo de humildes preferentistas, la dignidad que derrochan los sanitarios que arriesgan su vida para atender a los contagiados por el ébola, la dignidad que exhiben entre sus penurias todos esos harapientos jornaleros errantes por Logroño: cuando los veo cenar en los bancos junto a la Estación de Autobuses, me pregunto si alguno de ellos sabrá que esa plaza que les acoge se llama plaza de los Derechos Humanos.
(Séneca: «Pobre no es el que tiene poco, sino el que mucho desea»).