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Carta a Sagasta

Desayuno en Muro

Escaparate de Muro, en la calle Marqués de Vallejo de Logroño. Foto de Justo Rodríguez

 

Si alguna vez resucitara Audrey Hepburn y aceptara encarnarse de nuevo en la memorable Holly Golightly, el personaje que interpretó en la no menos inolvidable Desayuno con diamantes. Si alguna vez la heroína de Dos en la carretera, la musa de Givenchy, la chica con ojos de ciervo que diría Billy Wilder, decidiera materializarse ante nuestros logroñeses ojos y zamparse unos cruasanes de Iturbe mientras contempla su reflejo en el escaparate de una tienda. Si alguna vez semejante prodigio tomara forma, siempre he pensado que los dioses del cine y la literatura, los dioses tutelares de lo mejor que nos pasa en la vida, enviarían a Audrey por Marqués de Vallejo y le aconsejarían detenerse ante el escaparate de Muro (Belleza y Perfumería). Porque ahí reside, según tengo observado desde el siglo pasado, nuestro particular Tiffany´s. Un oasis de belleza, pero no de cualquier belleza: cuando la amiga Holly se detiene a desayunar ante el escaparate de la célebre joyería no lo hace tanto, me parece, porque ansíe alguna de los tesoros que allí se exponen o porque fantasee con el tipo de vida que ella piensa que merecería ser suya. Lo hace, como queda más claro en la novela de Truman Capote que en la película de Blake Edwards, porque en ese espacio se aloja una clase de armónica serenidad donde nada malo puede suceder. Donde ni Audrey ni nadie deberían tener nada que temer. Un lugar apacible donde ella encuentra lo que encuentra cualquiera que visite la famosa tienda de la Quinta Avenida acaba encontrando: belleza, en efecto, pero ese tipo de belleza que añade un suplemento de confort. El sitio ideal por lo tanto para zamparse unos cruasanes de Iturbe.

Muro ejerce para cualquier logroñés veterano como algo parecido, salvadas sean las distancias que separan el corazón de Logroño del alma de Manhattan. Yo siempre lo recuerdo como lo que ahora es: un comercio especial. En mi trinidad de tiendas favoritas ocupa desde luego un merecido sitio en el podio, compartido con Dulín y La Mariposa de Oro. Se trata, como sus dos comercios hermanos, de un espacio pulcro, bien cuidado, con la magia de la sencillez y la belleza aliadas en la conquista de potenciales clientes. Su bien proporcionado escaparate, dos ventrículos de calculada simetría, me han tenido desde antiguo entre sus fieles: cautivaba desde luego detenerse ante él y curiosear entre la acabada perfección de los frascos de colonia, la elegancia que despiden los antiguos útiles de barbería, el centelleo de los peines de carey y resto de adminículos que la tienda exhibe como reclamo.

Dentro, el hechizo se mantiene y multiplica. Traspaso la puerta una soleada mañana de otoño y me regaño a mí mismo: cómo me permito tardar tanto entre visita y visita. Suena un melancólico cuarteto de cuerda por la primorosa megafonía, las molduras de escayola parecen haberse terminado de ejecutar ayer por la noche y el brillo del delicado maderamen añade un toque de distinción. La mujer que atiende tras el mostrador muestra gentil las muestras que le van pidiendo, dirige con sutileza al extraviado cliente hacia el botín prometido, lo envuelve luego con esmerada suavidad y cabal sentido del oficio. Otra mujer (la dueña del negocio, según creo) deambula sigilosa de aquí para allá. Un hada buena que regala sonrisas.

Efecto placebo. Me informan entonces de que Muro lleva abierta nada menos que 66 años y les deseo que siga funcionando durante otros tantos. Aceptan el cumplido y lo extienden al resto de comercios vecinos, los acrisolados por el paso del tiempo con ese aire de galanura que aquí se derrocha. “Que duren mucho todas las tiendas de Logroño“, me contesta la dependienta, quien parece sorprendida cuando le cuento que de crío solía acudir a Muro, que entonces ejercía también como droguería, a reponer los enseres de casa: agua oxigenada, alcohol de desinfectar, colonia… Entonces era usual su venta a granel y la clientela ingresaba en Muro ignorando un poco la sección de perfumería para introducirse directamente en la rebotica que ahora sirve de almacén, donde los propietarios de entonces despachaban su mercancía.

Yo era más de Torino. En materia de perfumería, quiero decir, mi corazón me guiaba siempre hasta su jurisdicción en Portales. En realidad, le sigo siendo fiel. Me resulta imposible pasear delante de su desaparecido negocio sin pensar en el gran Victorino San Miguel, su generosidad perenne, su sonrisa un punto guasona. Pero Muro, que resiste con la gentileza y el decoro que van escaseando entre nosotros, me ha tenido siempre entre sus devotos por ese kharma sutil que despide, la sensación de que uno regresa a casa cuando recorre la vista por su exquisita decoración, el aroma de otro mundo mejor que preservan los duendes alojados en la tienda. Así que uno entendería perfectamente que cuando una improbable chica logroñesa decida reencarnarse un día en Holly Golightly y decida que en efecto se merece una vida mejor, una vida de verdad memorable, desbordante de finura y encanto, se pase antes por Iturbe y camine hasta Marqués de Vallejo para mordisquear sus cruasanes delante del majestuoso escaparate de Muro. Tan majetusoso como la propia tienda.

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