Calculador prócer. Como quiera que recientes actividades paraperiodísticas me han llevado a reflexionar sobre el concepto de la imagen de la ciudad, me gustaría compartir contigo algunas de las conclusiones que atesoro.
Por ejemplo. Que la imagen de una ciudad se forja cuando aterrizas en ella y lo primero que ves es la hermosa concha del Espolón con su estilizada pérgola convertida en el exoesqueleto que sostiene a una ballena varada cuyo lamentable vientre vacío recuerda lo que pudo haber sido. Que la imagen de una ciudad se construye paseando por la desdichada plaza de Abastos, golpeada con saña durante décadas por la desidia municipal y el desinterés ciudadano. Que la imagen de una ciudad es la de un señor escupiendo por la calle, la de un conductor ignorando cada artículo del código de circulación, la de quien derrama sobre el suelo el cenicero del coche repleto de colillas, la de quien pasea a su perro sin correa (me refiero al pobre chucho).
La imagen de una ciudad la forman los caballeros que prescinden de la ropa y se lanzan a pasear a cuerpo gentil, exhibiendo galantes abdomen y pectorales; los camareros en camiseta imperio llena de lamparones que todavía sobreviven y y te sirven un vino con retrogusto a sobaco; la dependienta con quien nunca has cenado que te tutea según entras en la tienda y te llama todo el rato cariño (bueno, esto último la verdad es que me encanta). El policía sin afeitar que te perdona la vida si te responde al saludo y lleva el uniforme tipo despedida de soltero, el taxista malhumorado, el ciclista que atemoriza peatones, los peatones que ocupan todo el ancho de la acera y te obligan a bajar a la calzada con grave peligro de que te arrolle cada Fernando Alonso con quien convives. Todos ellos, todos nosotros, edificamos la imagen de una ciudad.
La edificamos por ejemplo una civilizada noche de junio asistiendo en la muy castiza (y mejorable) plaza de San Bartolomé a la exhibición de una película que tiene algo de rompecabezas porque se forma a partir de las piezas que nos han legado los logroñeses que nos precedieron, peritos en el arte de la fotografía. Porque la imagen de una ciudad la cimenta quien se sobrepone a los achaques, salta de la camilla auxiliándose en las muletas y ejecuta las tareas de un superhombre: en un fin de semana te organiza un homenaje al gran Teo, el mejor ojo de Logroño, mientras rescata del olvido y tal vez del vertedero una impagable colección de fotos de la Primera Guerra Mundial que ahora expone en el Ayuntamiento y aún le da tiempo a ejercer de empresario, dinamizador cultural y mecenas regalándonos en una civilizada noche de junio el gozo de asistir a la película de nuestras vidas. La película que a cualquier logroñés sensible le deja una pregunta anidada en el cogote: cuando se jodió (casi) todo.