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Nos quedaba la palabra

Áureo prócer. Tropecé la otra noche por televisión con una entrevista a Alfonso Osorio, padre de la denostada Transición, de la que sin embargo yo soy más devoto cada minuto que pasa. Comparada con el cainismo que todo lo invade, añoro aquella altura de miras frente al vuelo gallináceo que domina hoy la vida pública. Hablaba Osorio y no me asombraba tanto su envidiable lucidez, pese a su condición nonagenaria, sino su elocuencia: el bello empleo del rico vocabulario que nos regala nuestro idioma, la gracia con que manejaba los tropos que poblaban su discurso, la ironía derramada por el sutil empleo de un adjetivo allí, un adverbio allá, un verbo acullá. Y veía en él y en sus compañeros de quinta a los últimos apóstoles de la elocuencia en la política española. Otro tesoro perdido.

Porque nos domina tal pobreza expresiva que cualquiera de nuestros líderes precisa un papelito hasta para leer buenos días. Ocurre semejante desastre del presidente del Gobierno hacia abajo; eso, cuando don Mariano acierta a entender su propia letra. Pero es una lacra observada sobre todo en los dirigentes de los partidos que aspiran a gobernarnos: como si les uniera el miedo a improvisar y decir lo que no quieren. O peor: temen decir lo que de verdad sienten en su corazón. Prefieren parapetarse tras un escrito donde reinan la cautela, la frase hecha, la vaciedad mayúscula… Tendencia menos visible en los partidos minoritarios, entre cuyos jerifaltes no detectarás tantas ataduras: gozan de la libertad de quien sabe que difícilmente gobernará y puede expresarse con más fe en su poder de convicción. A ellos al menos les queda la palabra, puesto que a nadie van a convencer: sus colegas llegan al Parlamento convencidos de antemano, con todo el pescado vendido desde el primer día.

Dirás que más importantes que las palabras son los hechos, y estoy contigo, pero pienso que unas deberían ser hijas de los otros, así que esperábamos que nos gobernaran las mejores cabezas del solar patrio. Que nuestros dirigentes fueran de verdad unos elegidos: profesionales versados en variados ámbitos, egregios ciudadanos dotados de la capacidad que a nosotros se nos niega para idear políticas de largo alcance, adoptar medidas imaginativas que exigieran un derroche intelectual del que carecemos los demás, pensar en términos de Estado más allá de las penurias de la agenda cotidiana. Porque estoy recordando aquel primer Parlamento de la restauración democrática y recuerdo con nostalgia a los mandatarios que subían al estrado pertrechados sólo por su sabiduría y su ingenio y debatían en duelo dialéctico de alto nivel para vencer a sus contrarios y de paso dar ejemplo a los administrados.

Hoy repaso tus discursos en el Congreso y me asombro igualmente: qué prodigiosa belleza alcanza el español cuando no lo usan las cabezas de chorlito que nos visitan en cada telediario. Comparo tus intervenciones con las tertulias que se emiten cada noche, ese guirigay que nos cuelan de matute como sucedáneo de debate, y me explico que, por ejemplo, alguien apoye a Podemos. ¿No será que el votante ve ahí un líder que al menos habla bien, aunque luego emita las mismas naderías y marcianadas que el resto? Porque hasta sus rivales más notorios deben admitir que el ínclito emplea el idioma con gusto y elegancia. Lo cual supone el primer paso para retomar el carácter ejemplar de la política, que falta hace ahora, cuando nos conformamos con poco. Con muy poco. Casi nos bastaría con recuperar el don de la oratoria, virtud que el admirado Winston Churchill ponderaba así: «Quien lo detenta esgrime un poder más perdurable que el de un gran rey».

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