Altivo prócer. Si un buen día te apeas de tu pedestal y tomas el vehículo a motor que manejes; si mientras vas circulando resulta que porque sí, porque te da la real gana, te apetece detenerte en la zona vetada para tal fin puesto que su uso se limita al transporte público; si aprovechas la maniobra para dirigirte al primer cajero automático que divisas a tu alrededor, allá penas si el tráfico se queda bloqueado por efecto de tu utilitario estacionado en zona prohibida; si a continuación los miembros del orden público te afeasen tu conducta por irresponsable y frívola, te conminaran como suelen a exhibir la documentación y te exigieran que aguardaras bien quietecito para que la maquinaria de la ley se pusiera en marcha. Si por el contrario tú decidieras pisar el acelerador y emprender veloz huida hacia el hogar familiar mientras te persiguen las patrullas policiales y luego te emboscaras en tus aposentos para ponerte a salvo del largo brazo de la justicia… Bueno, si protagonizaras todo este cúmulo de sinvergonzonerías, jeta mayúscula y desprecio por el buen orden ciudadano… Pues nada temas: no has cometido un delito. Como mucho, una falta.

Pero si al día siguiente, no conforme con haber perpetrado tal secuencia de despropósitos que al común de los mortales le supondría pasarse un ratito sentado en el banquillo, prefirieses darte una vuelta por la sede del Ayuntamiento de Logroño para quejarte por esto o por lo otro. Si tropezaras con la puerta cerrada y decidieras franquearla a patadas, rompiendo los bienes públicos que salieran a tu encuentro y provocando cierto caos a tu paso; si tal hazaña fuera grabada por las cámaras de seguridad y quedara por lo tanto demostrado que tú, y no otra persona, eres el autor de semejante bellaquería, tampoco te preocupes demasiado: no pasa nada. En España, ya sabes: (casi) nunca pasa nada.

Porque si mañana ideas un plan para engañar a jubilados, analfabetos y discapacitados, de cuya buena fe te aprovechas para que te firmen un papelito y te quedes con los ahorros de toda una vida, tranquilo: para la justicia española seguirás estando limpio. Níveo. Y si te lo llevas crudo a Suiza pero tienes la mala suerte de que te trincan las autoridades aunque no quieran, tampoco te pongas muy nervioso: contrata a un buen abogado, miembro de un bufete con poderosas conexiones, y encárgale que embarulle tu defensa, la llene de recursos, aplazamientos de pruebas testificales y demás ingeniería jurídica, de modo que si todo sale como está previsto, la causa finalmente se alargará hasta la noche de los tiempos, el caso quedará prescrito y tú no sólo saldrás del contratiempo tan pichi, sino que podrás incluso exigir que tu honor (esa cosa tan española) sea lavado en el foro público por quienes arrojaron alguna sombra de duda. De paso, puedes ir a la tele previo pago o escribir un libro previo adelanto: todavía te forras un poquito más.

Pero si finalmente te vieras sometido a juicio y condenado, un consejo: no te inquietes demasiado. Siempre te queda el recurso del indulto, medida que, en efecto, es de gracia. De mucha gracia. Muy graciosa, vaya. Aunque caprichosa: si eres un pobre infeliz llevas pocas papeletas de ser agraciado con tal lotería. Porque al descrédito de que goza la política entre nosotros debes añadir el feo aspecto que ofrece la justicia, lo cual explica cómo crece ese peligroso mal llamado demagogia, del que ya nos advirtió el clásico: «Es la capacidad de vestir las ideas menores con las palabras mayores». (Abraham Lincoln dixit).