Amistoso prócer. Cruzaba la otra tarde por la Glorieta y viéndote ahí arriba izado me dio por preguntarme qué ha ocurrido para que haya dejado de trascender el caso de tanto dirigente que, como tú mismo, abandonó la cosa pública sin concederse flaqueza alguna. Que se fue por donde había venido sin permitirse manchas en su historial, que regresó a la actividad que antes le ocupaba con el expediente limpio sin tolerar murmuraciones ni habladurías, que se jubiló a salvo de mordidas, óbolos y visitas al juzgado. Que, en resumen, cumplió con su deber: cómo es posible que todos esos políticos que entregaron lo mejor de sí mismos, que desertaron de profesiones mejor remuneradas y luego retomaron sus vidas privadas sin tacha de su honor no sean hoy portadas de los telediarios y carne de primera página, justo cuando su ejemplo más escasea.
Mientras ocupaba el magín con tales cavilaciones, me encontré por la calle con el expresidente Espert, que se guarecía del frío subiéndose el cuello del abrigo como cualquier riojano. Llegué a casa y tropecé con la foto de Rubalcaba presidiendo la revista que acompaña a este periódico los domingos, recién reincorporado a su despacho de la Universidad; recordé la anécdota que me contaba un antiguo concejal logroñés, quien descubrió de repente allá en los años 80 cuando recibió su primera nómina del Ayuntamiento que iba a ingresar un salario más menguado que en su anterior ocupación, suceso que compartió con el entonces alcalde Manuel Sáinz, ante el que ambos reaccionaron encogiéndose de hombros: tendrá que ser así, se dijeron.
Pensé en Pilar Salarrullana, en Miguel Ángel Marín, en Domingo Álvarez Ruiz de Viñaspre. Pensé en una ancha nómina de mandatarios a quienes frecuenté cuando lo eran y a quienes sigo saludando cuando adquieren la condición de jarrón chino, que diría Felipe González: esos políticos a quienes sus partidarios no saben muy bien dónde colocar una vez superado su paso por la cosa pública. Pensé en todos ellos porque contraponía sus trayectorias con la de tantos caraduras que les han sucedido. La larga serie de concejales golfos y parlamentarios jetas a quienes llevamos soportando desde hace tanto tiempo por España, cuyas funestas prácticas me llevan a interrogarme sobre la pobre condición humana que nos conduce a meter tantas veces la pata y, algunas otras, también la mano.
Y también me preguntaba por la sustancia auténtica de la noticia, que cuando uno se iniciaba en este oficio era fácilmente detectable: la noticia se engendraba a partir de lo extraordinario. Hoy resulta mucho más difícil distinguir entre lo común y lo nunca visto: cuando creías que nada podía asombrarte, chocas con algo que te deja más estupefacto que ayer, pero menos que mañana. Ni siquiera lo ordinario es lo que era, en fin. Pero qué quieres: como se acerca la Navidad, me ha dado un ataque de buenismo y prefiero pensar que lo habitual es esto. Ver a Espert por la calle sin que pocos sepan que tienen a su lado a un expresidente, que le ocurra otro tanto al exalcalde Santos o al exdiputado Escartín: que hayan vuelto a la normalidad sin merma de su buen nombre. Lo cual es por otro lado una pena: porque si nadie recuerda su ejemplo, seguiremos pensando que todos los políticos son iguales.
(«Siempre hay un tiempo para marchar aunque no haya sitio adonde ir», Tennessee Williams dixit).