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jalacid62

Carta a Sagasta

Casco Viejo

Vista de la calle Carnicerías desde Sagasta

 

Querido prócer. Comparto tu entristecida conclusión a la vista del desolador panorama que observas desde tu atalaya: sí, a mí también me gustaría ver uno de estos días a nuestros candidatos y candidatas darse una vuelta por ese rincón que llamaban Casco Antiguo de Logroño, convertido más bien en Casco Viejo por la mezcla de inepcia política y desinterés ciudadano. Ah, cómo disfrutaría uno viendo a tanto dirigente en activo o en ciernes, a tanto concejal habido y por haber prometernos que ahora sí: que ahora creen llegado el momento de devolver a las plazas y calles alojadas al sur del Espolón su añejo esplendor. Gozaría sobre todo si esas proclamas tuvieran lugar en la plaza de Martínez Zaporta, dando la espalda (cruel metáfora) a ese abandonado solar donde solo acampa ya la desesperanza. El espacio que antaño ocupó el Negresco, entre otros hitos logroñeses, pasto hoy del abandono, los matojos y la suciedad rampante.

Y si las promesas de un futuro mejor para el centro castizo de Logroño se acompañaran de un paseo calle Carnicerías mediante hasta alcanzar la frontera con Sagasta, el sarcasmo alcanzaría ya su plena inmensidad. Porque Carnicerías, donde se ubicaron no hace tanto comercios de prestigio y solera, desde La Tropical a la Mantequería Suiza, pasando por el paragüero Ribé, la panadera Sabin o los champiñones de la familia Rincón, me parece el más acabado ejemplo de cómo convertir una calle con cierto encanto en el actual adefesio, homenaje permanente a los orines y puñetazo en todo el rostro de cualquier logroñés sensible. Más que una calle parece una cicatriz, fallecida como otras de su entorno a manos de las tropas noctívagas que cada fin de semana desde los lejanos 80 asaltan el barrio cuando cae el sol y tanto recuerdan hoy al ejército de Atila: sólo algunos bares sobreviven a su paso. Algunos bares y ciertos comercios que merecerían tratamiento de honores por cada Corporación que ha ido desfilando por el Gobierno local.

Porque esos empresarios que todavía aguantan deberían recibir de su Ayuntamiento la medalla al heróe local cada San Bernabé, pero tienes razón: puesto que sus administradores no les toman en serio, deberíamos ser sus convecinos quienes les agradeciéramos el esfuerzo que supone resistir a los cantos de sirena que adoptan la forma de centro comercial de la periferia y mantener vivo el pulso ciudadano. La mejor manera de agradecer esa exhibición de ciudadanía y compromiso con el Logroño de siempre está a nuestro modesto alcance: comprar las alcachofas en la plaza de Abastos, los pañuelos (y las boinas) en Dulín y los perfumes en Muro, por poner tres ejemplos del puñado de comeciantes que han decidido quedarse en los alrededores de La Redonda confiados (supongo) en que, puesto que la historia es pendular, llegará el día en que la ciudad vuelva a mirarse hacia su auténtico ombligo.

Iba a añadir que esos improbables logroñeses también podían acudir al mostrador de la Ferretería La Inglesa, retratarse en Jalón Ángel o comprarse los zapatos en Pisa pero ya disculparás: la memoria juega malas pasadas. Ninguno de ellos existe ya, aunque esa es una verdad a medias: todos ellos y sus semejantes se conservan vivos en el recuerdo de los logroñeses que tuvieron en ellos el destino de tantas y tantas caminatas, tantas y tantas miradas ante sus escaparates, tantas y tantas tardes brujuelando entre sus anaqueles, pasmándonos ante su mercancía cuando era de verdad singular, lejano el día en que la globalización uniformase la oferta comercial como ahora suele.

Ocurre que paseando estos días por el Logroño de toda la vida observo que, siendo penosa la situación del comercio, comparada con la de su ocupación doméstica parece más bien un paraíso. Porque como hemos comentado demasiadas veces lo que de verdad se necesita por esos rincones es gente. Gente que elija vivir allí y afrontar por lo tanto las incomodidades adheridas a tal decisión; despachos de arquitectos, consultas de médicos, bufetes y otros frentes del mundo profesional que también han ido emigrando. Así que tómate esta carta como si la dirigiese a los Reyes Magos: lo que de verdad me gustaría es que nuestros munícipes vieran en los últimos habitantes del Casco Antiguo una especie en vías de extinción y en lugar de ponerles zancadillas los trataran como tales y ayudaran en su preservación. Me conformaría con que tuvieran el mismo nivel de protección que el sisón común o el lince ibérico. Entonces verías que alquilar un piso en Carnicerías dejaría de ser una locura. Y que despejar de mugre el solar esquina con Martínez Zaporta dejaría de ser una utopía. Y el Casco Viejo volvería a ser simplemente Antiguo.

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