Níveo prócer. También esta semana me toca confiarte mi creciente desconfianza en el ser humano, capaz de las más hermosas y desprendidas proezas, de epopeyas magníficas pródigas en generosidad, de heroicidades sin cuento… Capaz también, ay, de exhibir su peor catadura, de abandonarse a sus bajos instintos, de exhibir su rostro más feo para convertirse en lo que profetizó el clásico: un lobo para sus hermanos de especie. Como sabes, nuestra civilización hunde sus raíces en una historia de violencia, porque violento fue siempre el desarrollo de la humanidad. Por llamar de algún modo a esta clase de progreso que nos ha traído hasta aquí.
Desde Atapuerca a Silicon Valley, de la quijada de burro con que Caín abatió a Abel al gatillo con silenciador y los bombardeos invisibles, el ser humano avanza a tiro limpio, pisando la yugular del vecino, así en la paz como en la guerra estricta. Convivimos con naturalidad con excesos varios, que alcanzan la categoría de violencia pura sin conmovernos. Mejor dicho: nos conmueven, quién lo puede negar. Pero es una emoción falsa, lágrimas de cocodrilo, casi una impostura. Pronto el vértigo de la vida nos lleva al siguiente hito del camino y olvidamos el drama recién acaecido. ¿Quieres un ejemplo? La violencia machista, que otros bautizaron doméstica o de género. Para mí es simple machismo, exacerbado, que deja desde antiguo un reguero de cadáveres cuyo fin no alcanzo a atisbar. Te tengo avisado que hace años tales sucesos ni siquiera eran noticia. Surgía el teletipo con el último asesinato de una mujer a manos de su marido a la mesa del redactor y nadie se sobresaltaba. Porque eran episodios pertenecientes a la agenda diaria, como el frío en invierno, así que precisamos un par de glaciaciones para tomarnos en serio esta suerte de genocidio silencioso.
Silencioso, hasta que llegó al menos una nueva sensibilidad. Sonaron las alarmas y una conciencia colectiva renovada empezó a movilizar a medios de comunicación, policías, miembros de la judicatura y resto de actores llamados a detener esta tragedia o mitigar su impacto. Pero con el tiempo hemos acabado por interiorizar tanto crimen, por resignarnos. Las mujeres siguen cayendo a manos de sus verdugos, que se comportan con sus víctimas como todo asesino: las cosifican, les pierden el respeto, piensan en ellas como una raza inferior. Y el triste goteo continúa: cuatro víctimas mortales esta semana que cerramos, cerca de 700 en diez años. Y el triste goteo continuará: avisa la Justicia riojana lo que ya intuíamos, que entre nuestros jovencitos persiste la tendencia a maltratar de palabra, obra u omisión a sus parejas. Lo cual me lleva al principio: qué asco damos. Y cuánta, cuánta, cuánta educación para la ciudadanía necesitamos.