Libérrimo prócer. Bien sabes que entre los hábitos más civilizados que dignifican nuestra condición de ciudadanos figura la del paseo. Hay quien opta para sus caminatas por senderos montañosos, rutas silvestres, andanzas por el extrarradio. Hay quien, por el contrario, prefiere como quien suscribe desgastar la suela del zapato buceando por la ciudad mil veces vista, en la certeza de que siempre oculta algún misterio, gozoso o doloroso. Tesoros que merecen una exploración más detenida, rincones de toda la vida que encierran algún recuerdo entrañable, calles, plazas y avenidas que forjaron nuestra educación sentimental: quienes frecuentamos tan agradable rutina nos conformamos con poco. Incluso extraemos alguna lección de los aspectos más sombríos de la ciudad que fue nuestra cuna: a cambio, sólo pedimos que no nos toquen demasiado las narices.
Lo cual significa que algún alma caritativa se apiade de nuestro sentido de la estética y retire cuanto antes ese espantoso andamio anclado en Vara de Rey desde hace mucho, demasiado tiempo. Uno entiende que las reparaciones obligan a perpetrar atentados varios contra la ciudadanía, pero a condición de que sean efímeros: si se convierten en perennes, afeando como afean nuestro paseo, llega un momento en que nos acostumbramos a tales ataques al urbanismo y el buen gusto, de modo que dejamos de verlos. Esa es la hora trágica: que nos encojamos de hombros, que demos un rodeo, que nos resignemos. Que empecemos a convertirnos en esclavos de las ocurrencias de otros. Mal asunto.
Pienso en estas minucias mientras cruzo medio avergonzado la plaza de San Agustín y evito mirar en dirección a Correos. Me pregunto cómo hemos llegado a esto. Cómo toleramos que un edificio tan magno, alojado en punto tan sensible del mapa urbano, haya devenido en buque varado. La única explicación que le encuentro es que el monumental inmueble hoy cerrado y asediado por el terrible vallado nos sirve como ejemplo de que no es esto, no es esto, como nos alertó Ortega y Gasset. O sea: que aceptamos que Correos siga tal cual, en pie y clausurado, pero sólo como ejemplo de esa mezcla de inepcia y estulticia que nos acecha y tanto daño nos hace.
Sigo paseando por el Casco Antiguo mientras recuerdo lo que decía Rafael Azcona: que Logroño antes sólo era eso, lo que hoy llamamos el Casco Antiguo. La ciudad levantada desde el Espolón hacia el norte. Yo sólo espero que la próxima glaciación me permita participarte alguna buena nueva, porque ahora mismo cada afán municipal en repoblar el barrio y convertirlo en más habitable apunta siempre hacia el largo plazo. Consuélate con la conocida sucesión de obras eternamente en marcha, solares abandonados donde triunfan meadas y gatos, grúas que nunca se marchan, proyectos que no terminan de ejecutarse. Y eso no es lo peor: lo peor es cuando sí se ejecutan. Ahí tienes la plaza de San Bartolomé, que busca su identidad mientras ve demolerse el caserón que compartía con Rodríguez Paterna: uno no acaba de entender que se derribara, pero que amenacen con reemplazarlo por otro ocupando el mismo espacio…
En fin. Que venga Siza y lo vea. Y que mire un poco más allá, a los pisos recién erigidos que nos hurtan la hermosa vista de Palacio a costa de levantar un edificio que malogra el conjunto e impide esponjar el barrio entero. Aunque si te parece que el resultado visto desde San Bartolomé es mejorable, ya me dirás qué impresión produce contemplarlo desde la calle Mayor, esa teoría de escaleras… Horror, inmenso horror. Tan inmenso que desde tu atalaya puedes escuchar a la vieja ciudad susurrando: que me dejen como estoy….