Jocoso prócer. Venimos de recordar el aniversario de la proclamación de la República, efeméride que cada año gana en notoriedad pues crecen las voces que exigen su implantación, en proporción al desgaste que sufre la Corona, de Urdangarin a esta parte. Entre quienes celebran ese 14 de abril del 31 destacan los que enarbolan los símbolos republicanos, no tanto el gorro frigio como la tricolor, contra la que nada tengo. Más bien al contrario: me invade la nostalgia cuando la veo ondear, porque veo en ella una promesa de patria más civilizada, el sueño truncado por la malhadada Guerra Civil que tanto daño nos sigue haciendo.
Pero qué quieres: soy un ciudadano obediente a los formalismos y en esto de las preferencias por una o por otra bandera me decanto por lo que diga la Constitución. Donde quedó recogido que la enseña española es roja y gualda (¿qué querrá decir gualda?) y a mí me vale, pese a que la juzgo poco agraciada si la comparo con mis favoritas: la hermosa hoja canadiense, el sutil cedro libanés, la rotunda Union Jack. Así que no entiendo que tal acuerdo de mínimos sobre los símbolos patrios sufra tantos problemas para abrirse paso entre nosotros. En cualquier éxito deportivo, si aparece la bandera nacional (con perdón), lo hace en compañía de otras: esas hermanas pequeñas de la autonomía, el pueblo o el barrio de quien la esgrime. Cosa que sólo sucede por aquí: tengo observado que tal anomalía, porque como anomalía juzgo semejante variedad de telas y colores, nunca ocurre por Alemania, Francia o Escandinavia, por citar regiones de rancia tradición democrática. España, ay, es diferente. También en cuestión de banderolas.
Otro tanto sucede durante las distintas manifestaciones, fijadas a un ritmo imposible de seguir incluso para quienes, como el que suscribe, se proclama a favor de que la ciudadanía salga a la calle no sólo para votar. Sobre todo, si los llamados a participar en la protesta se escoran hacia la izquierda y ni te cuento si esa izquierda es extraparlamentaria: verás enseñas republicanas, por supuesto, pero tendrás que añadir la del partido (gran cosa, el partido), el sindicato (otra entidad trascendente), la facción ideológica que se lleve esta temporada o la autonomía que (de nuevo) se verá representada entre cánticos, consignas y demás liturgia habitual. Tropiezo incluso con la hoz y el martillo (¡la hoz y el martillo!) y hasta alguna bandera cubana. ¡Cubana! Así que cuando veo desfilar por las calles a estos compatriotas, pienso a menudo en qué ocasión tan fallida: sospecho que si optaran por envolverse en la bandera común verían crecer en consecuencia la estima del sector más templado de la sociedad española, que ahora los siente como ajenos. Como extranjeros, vaya, por muy razonables que sean sus protestas.
Porque si tiendes a mirar más allá del Pirineo no hallarás casos similares. De modo que concluyo que esta funesta manía de llenar de banderas distintas a la única que tenemos común para todos, siendo anecdótica, me viene muy bien como ejemplo de los males que nos atenazan. La imposibilidad creciente de hallar un lugar coincidente donde todos estemos más o menos a gusto; el fracaso de un sentimiento nacional más allá del gol de Iniesta; la herencia de la dictadura, tal vez. Porque cuando compruebo cómo acaban algunas de esas manifestaciones tan ricas en enseñas de todo tipo (a condición de que ninguna sea la española), golpe va y trompazo viene, recuerdo el tiempo desdichado de mi mocedad, cuando la gallina aún decoraba la bandera patria… Cuya auténtica utilidad era emplear el mástil para abrirle la cabeza a los desafectos. A los malos españoles.
Una época atroz que yo creía superada.