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Ser Europa

Manifestante ucraniana, envuelta en Kiev en la bandera europea. Foto de AFP

Hierático prócer. Cuando creías que el cinismo y la frialdad dominaban nuestro continente, mientras te alarmabas por la nula capacidad de reacción del paisanaje europeo ante la ola de desconfianza que todo lo invade desde Gibraltar a los Urales, resulta que todavía habitan entre nosotros quienes piensan que merece la pena arriesgar el cuello por Europa. Que no será el paraíso, claro, pero hay que reconocer que nuestra civilización ha fracasado en idear algo mejor, un espacio más ancho de libertades, un territorio semejante a lo largo de la historia: lo más parecido a un universo de respeto por los derechos humanos, prevalencia de la democracia e imperio de la ley es esto. La vieja Europa.

De modo que entenderás que algunos nos hayamos sorprendido hasta la emoción con ocasión de los dolorosos sucesos de Kiev, que pintan muy mal. Y no se me escapa que la geopolítica tiene cosas que la razón no entiende, ni que las alianzas cruzadas que se ciernen sobre Ucrania llegan en muchos casos contaminadas por la red de intereses clientelares. Ni que el poderoso caballero llamado don dinero mediatiza filias y fobias de los bandos enfrentados. Pero qué quieres: tropezarme en esta hora sombría con que un grupo de ciudadanos se enfrenta a la Policía abrazándose a la bandera europea, símbolo para ellos de la libertad irrenunciable… Pensé que era algo que mis ojos no verían.

Porque es una foto para la esperanza. Verás: repaso los desafíos que afronta el continente en los próximos años y te participo de que en la recién inaugurada campaña electoral nos jugamos más, mucho más, que en otras citas con las urnas dotadas de más pedigrí. En la papeleta que aguardan las urnas se esconde la posibilidad de frenar las ideologías excluyentes que nos acechan, como acaba de ocurrir con Hungría: ese misterio llamado Europarlamento mandó parar a los fascistas húngaros. Así que Europa nos salvó, porque sólo Europa puede de verdad salvarnos cuando los desmanes son tan globales como la época que vivimos. ¿Otro ejemplo? La desregulación financiera. Ese barbecho donde campan a sus anchas los jetas de siempre quedaría eliminado si alguien atendiera las recomendaciones emanadas desde Bruselas: fondo de rescate a cargo de los propios bancos, prescripción de los fondos especulativos y de las ventas a corto, veto a la especulación contra la deuda soberana, cerco a las agencias de calificación (ojalá hubiera una sólo continental) y el Banco Central Europeo como supervisor único que evite tanto dislate.

Ese es un programa que yo aprobaría. Puedo hacerlo: vivo en Europa, donde el voto aún es sagrado. Donde su Europarlamento, al que de nuevo me sorprendo sacando la cara, plantea destinar el 3% del PIB a educación superior, situar el apoyo a pymes e I+D en el corazón de la agenda política, promover la industria verde y dotarnos de una red de transporte paneuropeo. Porque vivo en Europa y no olvido: me siento en deuda con la mano amiga de Bruselas que borró las tropelías que otros llaman singularidad fiscal vasco-navarra y que para mí siempre será el paradigma de la deslealtad.

Una de esas cosas que hacen que Europa merezca la pena.

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