Glorioso prócer. Como sabes, cada día (o casi) cruzo por uno de mis rincones predilectos de Logroño: el parque del Carmen. Es el momento central de la caminata mañanera o vespertina, porque este jardín urbano posee un encanto singular a despecho de la hora o de la estación que atravesemos. Me gusta en verano, cuando haraganean las parejitas por las esquinas más umbrías; en otoño, época en que una luz dorada apuñala los parterres y triunfan los ocres y los cobres; en invierno, cuando el arbolado desnudo adquiere una rara poesía; y en primavera, porque sale a tu encuentro toda la gama de verdes, se alargan los días, corretean los niños y brilla la rica flora allí plantada. Comprenderás que el paseo merece siempre la pena.
Y sin embargo.
Sin embargo, desde hace tiempo me resisto a ingresar en el parque. Dudo, titubeo, me lo pienso dos veces. Finalmente, tiendo a mantener la costumbre, aunque alguna tarde he preferido dar un rodeo y evitarme un mal rato: porque desde hace tiempo su corredor central ha sido tomado por ciclistas con sus bicis y perros con sus dueños. Y qué quieres: no es lo mismo. El encanto del paseo sucumbe ante las molestias que originan estos paisanos con quienes comparto espacio. Y te aseguro que nada tengo contra ellos.
Nada tengo contra los ciclistas, sino al contrario. Desde los tiempos de Orozco tributo sincero homenaje a quienes se sirven del velocípedo para conducirse por la ciudad, hábito centroeuropeo de nulo arraigo entre nosotros hasta hace cuatro días. Como somos muy españoles, seguimos fieles a la tradición de pasar de un extremo a otro de modo vertiginoso: o no vamos en bici, o no sabemos dejar de usarla. Cosa que está muy bien, desde luego, a condición de que no ampute la imprescindible convivencia con el resto de ciudadanos, vulgo, peatones. Por ejemplo, en el parque del Carmen, donde el ciclista goza de un estupendo carril bici cuya financiación exigió alguna derrama al erario público para que ahora casi nadie lo emplee en sus recorridos: los ciclistas prefieren pedalear por el centro… que resulta ser por el mismo itinerario de quienes nos movemos en el coche de San Fernando. Así que donde antes uno hallaba espacio para la caminata tranquila, ahora choca con una pista americana, mientras se pregunta sobre el auténtico sentido del carril bici y qué opina de esto el Ayuntamiento. Por no hablar de la olvidada cortesía social que debería impedir circular en bici allí donde pasean niños, ancianos y futuros jubilados como quien te escribe.
Tampoco tengo nada contra los perros. Más bien al contrario: veo estupendo que haya quien comparta sus avatares con su mascota y no se me ocultan los beneficios derivados de tal compañía. Un chucho ayuda a combatir la soledad, contribuye a la magia de los días y auxilia a amplios sectores de la población a sobrellevar la vida, aunque servidor, desde que vio de niño a Silvana Mangano en ‘Arroz amargo’, tenga muy claro cuál es su animal favorito: el ser humano. Lo cual no importa: lo fundamental es que quienes ocupan el paseo central con sus canes (y las deposiciones de los canes, de raza peligrosa más de uno), paseados tantas veces sin bozal ni correa, hagan caso a este ruego. A esta humilde súplica. Por favor, que alguien me diga en qué ordenanza está escrito que las bicis y los perros van primero. Que me digan qué debo hacer cuando tropiece de nuevo con el parque del Carmen tomado por mascotas y émulos de Induráin. Porque oscilo entre dar un rodeo o jugarme el bigote entre piruetas de los ciclistas y perros con cara de pocos amigos. Entre echarme de mascota un cocodrilo y pasear por ahí en tanque y a ver qué pasa. Entre mirar para otro lado y resignarme.
Que es lo que acabaré haciendo.