Zapatero me debe 2.500 euros. Bueno, todavía no: cuando nazca mi chiquillo/a, allá por febrero. 2.500 euracos uno encima del otro, o todos juntitos haciendo bulto en la cuenta corriente. Y bien bonitos que van a ser.
Y no, no piensen que me engaño. Ya sé que el presi busca con la idea caladeros de votos a medio año de las elecciones (y debe haberlos encontrado, a juzgar por el mosqueo pepero). Ya sé que esto no es política de familia ni es nada. Ya sé todo lo que hay que saber.
Es lo que me dice un sesudo analista que escribe los lunes en este periódico: que la cosa de los euracos es demagógica. Y probablemente tenga razón, sí. Pero apostaría biberón y medio a que él no se pasa, como yo, las mañanas mirando catálogos de carritos de bebé, cunas-nido, muebles convertibles y bañeras de plástico con desagüe ergonómico.
De un tiempo a esta parte, lo reconozco, mis lecturas son de lo más aburrido. Pero lo sé todo sobre cochecitos que son a la vez capacitos, sillita de paseíto, cuquito y que, además, se pliegan con una manita.
Es un extraño mundo nuevo, en el que lo único que no está en diminutivo es el precio: a los padres del ramo se nos debe ver tanto la cara de soplillos que los comerciantes del ramo pierden la compostura. Y así van. Cogen tres maderas, un somier y un colchón que parece de muñeca, lo pintan de blanco, lo llaman cuna -perdón, cunita- y ya vale 1.500 napos.
Así que ya lo siento, broder. A mí que me den la pasta. Ya me gustaría a mí ver guarderías públicas suficientes; ya molaría que los empresarios dejaran de mirar a las mujeres sólo como a potenciales reproductoras-empleadas en baja; ya quisiera que los horarios escolares y laborales fueran menos kafkianos. Pero, en fin, no espero ver nada de eso.
Pero que nadie me juzgue mal. Si mañana don Pedro (Sanz) me pone, digamos, 2.500 euracos más sobre la mesa, voto gaviota sin pensarlo. Queda dicho: tienen hasta febrero.