Tengo que enseñar a mi hijo a ser un hombre. Voy a ser, casiná, el modelo de masculinidad para alguien. O sea, que me mirará y pensará: los hombres son así.
Ser un hombre, vaya cosa. El chaval lo es desde ayer. Bueno, él lo sería desde antes, pero no fue hasta ayer cuando el ginecólogo movió el ratón en la pantalla de la ecografía para señalar algo que, con científica precisión, llamó «los testiculines».
Es curioso lo de los deseos. Mi amorcito y yo llevamos todo el embarazo barajando nombres de niñas. No por nada: ella quería una muñeca a la que llenar de cintas. A mí me parecía buen plan, pero no puedo negar que ahora, mientras mi medio defraudada esposa cambia mentalmente todos los lazos rosas por azules, yo tengo algo así como un calor pequeñito en algún punto del estómago.
Aunque tenga que enseñarle a ser un hombre. No va a ser fácil, entre otras cosas porque, aunque hay un consenso generalizado de qué quieren ser las mujeres –más de lo que han sido, que ya es– nadie sabe qué pinta debe tener un varón del siglo XXI.
O sí: uno debe ser machote, pero con el pecho depilado. Atento a su lado femenino, pero una especie de Nacho Vidal en la cama. Ambicioso en el curro, mas con tiempo para bañar al niño y llevar a la mujer a Zara fingiendo que está encantado. Moderno y antiguo, apañao e intelectual, divertido y responsable. Como un Cary Grant con la vileda en la mano.
Por si acaso, voy preparando el arsenal de cosas de hombres. He visto en Gónlez un escalextric electrónico, y pienso hacer al crío socio del balonmano en cuanto distinga los colores. Lo vestiré de corto y le enseñaré como se juega al fútbol: como su padre, pero al revés.
Poco más. Intentaré que distinga a las buenas mujeres de las malas, y que luego él decida con cuáles prefiere estar. Y entre los dos le pondremos un altarcito a su madre. Eso, por lo menos, sí que es algo que se me da bien.