Confieso que ya no voy al fútbol. A no ser que me obligue el trabajo, digo, y entonces suele ser a los nobles pero humildes campos de la Tercera División. No más: me quité del Logroñés en aquel año de Boronat. Un amigo y yo pasamos la última temporada en la cada vez más deprimida general del viejo Las Gaunas, y después decidimos dejar de penar. Y aunque guarde un corazoncito blanquirrojo en algún sitio, no me mueve tanto como para bajar a verles contra la Ponferradina.
Reconocida, pues, mi escasa filia futbolística –entretanto he descubierto el balonmano, que mola y no hace frío– he de reconocer que cada vez entiendo menos lo que pasa con este asunto del fútbol logroñí. A mí que me registren: ¿Cómo hemos llegado a una situación en la que un partido político se identifica con un club de fútbol, y el de enfrente con el contrario?
A saber. Al Logroñés le han dado alternativamente cariño y desprecio desde el Ayuntamiento de Logroño en los últimos años. Primero te apoyo, luego te odio, luego me comería hasta tus mocos, después te echo de casa. Mientras el PP daba bandazos según quién fuera el propietario, el PR afilaba sus garras y Varea se convertía en el seguidor número uno, y levantaba banderas blanquirrojas.
Luego resultó que el PP perdió la mayoría absoluta por cuatro votos –¿tantos como socios tenía el Logroñés, quizá?– y ahora el regionalista manda. Y con él al club vuelven a llegarle los dineros municipales.
Y mientras, el otro equipo que aspira al mismo nombre se mosquea, evidentemente: a él tampoco le han tratado siempre bien. Hubo un momento que hasta le negaban las subvenciones, y ahora no encuentra cariño precisamente.
En fin. Mientras en Logroño crece el número de Logroñeses, decrece el de logroñesistas. Y se me ocurre proponer, en voz baja: ¿y si los políticos se olvidan del tema?