A mi familia (política, pero familia al cabo) le robaron ayer nueve margaritas. De las largas, con tallo de un brazo. Pues menudo robo, dirán ustedes. Pues no se piensen, diré yo. El asunto tiene su cosa.
Las flores, junto con un manojo de verde, adornaban un jarroncito de cristal que honraba el panteón de la familia en el camposanto logroñés. Recién puestas la víspera de Todo los Santos, las margaritas volaron sin embargo en el día D. Los descuideros dejaron el aderezo verde y tres o cuatro margaritas residuales, como perdidas.
Nueve margaritas no son mucho, la verdad. Lo que mosquea es el detalle. Llevar flores a un cementerio es una de esas cositas que pueden hacerse para mejorar un poco la existencia. Nadie lo agradece, se podría decir: los difuntos ni churrían ni murrían, al menos que nosotros veamos.
Pero uno, con las flores, lleva un poquito de vida al camposanto. Honramos a los que se fueron porque nosotros, y no el resto del mundo, los echamos de menos. Plantamos las flores, rezamos un padrenuestro, seguimos con la vida.
Luego las flores, como todo, se marchitan. Sería bonito decir que sólo queda su perfume, pero me temo que eso sólo es poesía: como nosotros, pasan y se van.
Lo que me mosquea, pues, es la pequeña crueldad que supone robar las flores de un muerto. Uno pasa la vida rodeado de tantas mezquindades grandotas que esas pequeñas ruindades pueden hasta pasar desapercibidas. Como la del que roba periódicos en el buzón del vecino, la del que no deja nota en el coche contra el que acaba de chocar, el que se salta la cola, el que grita, el que no sonríe, el desagradable sin motivo, el borde por vocación.
Me gustaría pensar que las nueve margaritas han acabado en la tumba de alguien sin más recursos que coger las de quienes se lo pueden permitir. Pero me temo, de nuevo, que sólo sea poesía.