No sé mucho de Pablo Álvarez. Que se llamó como yo. Que nació (o al menos vivió) en Casalarreina. Que fue a morir un 10 de agosto. Que lo enterraron en Fuenmayor, el pueblo de mis padres.
Una biografía triste, la de Pablo. Y probablemente corta. Fue a nacer en una de las eras más canallas y sucias de un país que ha tenido muchas eras sucias y canallas. A mí, Pablo Álvarez del 2000, me cuesta mucho imaginarme aquella vida donde te podían fusilar por tener el carné equivocado.
Eso le pasó a Pablo. Que era del PSOE, de la UGT, o de una de esas cosas. O igual ni siquiera tenía carné, qué mas da. Resultó que estaba en el lado equivocado de España: si hubiera estado en Madrid con ficha de la Falange, le hubiera pasado tres cuartos de lo mismo. Pero estaba en La Rioja, y era (o le tenían por) rojo.
Así que se lo cargaron y luego no les dejaron a los suyos ni un lápida para llevar claveles. Hicieron un hoyo en el cementerio de Fuenmayor y lo tiraron allí, con otros diez vecinos de su pueblo.
Así fueron las cosas en esta pacífica tierra. No hubo guerra, pero sí mucha sangre. Hasta 2.046 muertos, he leído en algún recuento. Todos fusilados por no pensar como los que les disparaban, y muchos enterrados sin cruz ni responso.
Ahora andan los de una asociación intentando hacer justicia, excavando en el camposanto de mi pueblo para identificar a Pablo y sus compañeros. Lo cual es bueno, pero quizá no suficiente. Si éste fuera un país normal, si realmente pudiéramos olvidar y empezar a perdonar, alguien debería organizar un homenaje en Casalarreina. Perdón, ‘alguien’ no: el Gobierno, mi Gobierno. Qué más da que sea del PP.
Y allí debería estar el presidente, mi presidente, don Pedro Sanz. Rindiendo homenaje en ellos a los miles de asesinados por… nada. Quizá así podríamos, por fin, respirar profundo: la guerra ha terminado.