Todo el mundo dice que mi mujer está muy guapa. Es privilegio de las super-embarazadas: se les sale la guapura por los poros y tienen algo así como una luz interior que las ilumina, como si un foco de escenario estuviera siempre tras ellas.
Y no es mi señora una embarazada de ésas que no se notan. Hay gestantes que parecen casi tímidas, con una tripita ridiculeja que casi parece pedir perdón; uno se imagina al pobre crío dentro y le entra claustrofobia. La mía no: mi chaval va ahí dentro como Paris Hilton en su limusina. Sólo le falta el mini-bar.
Les cuento todo esto no sólo para abochornar a mi media (que también), sino para ponerles en situación. Mi señora, con su tripa XL de nueve meses a cuestas, se subió el otro día a un autobús. Era media mañana, así que el bus estaba llenito. No había asiento.
Pero supongo que mi señora tuvo mala suerte. Cualquier otro día, alguna de las dos docenas de personas
que iban sentaditas le hubiera cedido amablemente el asiento. Pero ese día, no: mi mujer pilló un bus lleno de enfermos.
Todos estaban ciegos. O quizá paralíticos. Seguro que la pareja que estaba sentada junto a ella no podía mover las piernas. Mi chica se agarraba como podía al respaldo del asiento de uno de ellos, así que todo lo que el buen hombre podía ver era una tripa en la que cabe la provincia de Burgos, condado de Treviño incluido. Pero lo dicho: seguro que no podía moverse. El pobre.
Igual era un virus. Todas las señoronas que estaban más atrás en el autobús debían sufrir el mismo problema. O igual es que justo ese día habían descubierto que a través de las ventanas del bus ¡se ve la calle! Y claro, no podían dejar de mirar.
En fin. Mi señora llegó a destino con los tobillos como botas, pero contenta: al menos nos e había contagiado. Porque lo suyo se pasa en tres semanas, pero lo de gente como la de ese bus no tiene cura.