Hay que ver qué malas son las decepciones. Y lo que dura la vergüenza. Miren si no; voy a contarles mi día de la decepción. He tenido muchos, en realidad, pero éste fue lo más: tanto que hoy, 15 años después, aún me lo siguen recordando.
Nacho, César (nombres supuestos) y yo estábamos en un bar de la Mayor de cuyo nombre no quiero acordarme. Es que no me acuerdo, vamos. Era un garito con solera y alcurnia, y guarro como él sólo: en sus días de gloria, del baño del piso de arriba caían goteras de un sospechoso amarillo.
Pues eso. Nacho, César y yo estábamos a lo nuestro cuando enfrente, a poquita distancia, apareció de pronto un grupo de señoritas. O quizá llevaban ahí un rato, pero no me di cuenta de que estaban hasta que una de ellas empezó a mirar. A mirarme a mí, más exactamente. No estaba mal, la chiguita; miraba, sonreía y cuchicheaba con su amiga. Que estaba aún mejor que ella.
Cuando se lo dije a mis compañeros de barra, César negó el asunto con educación y voz baja. «Pues yo creo que me está mirando a mí». Yo, seguro de mí mismo como sólo el güisqui lo permite, negué con vehemencia. De qué vas, julay. Ésta es pa mí.
Ya estaba yo seguro de ser el Banderas de Logroño cuando, al rato de juramentos por mi parte, la amiga de la mirona se vino para donde yo estaba. «Oye, mi amiga quiere conocerte». Lo malo: que se lo decía a César.
Y allá que se fue, con una sonrisa de triunfo que se le veía hasta de espaldas; Nacho se quería morir de la risa. Yo, de la vergüenza.
Así que puedo entender perfectamente lo que pasa estos días por la cabeza llena de ricitos del alcalde de Madrid. Después de alardear a gritos del amor de Rajoy, va el barbas y se queda con la Espe, mientras el resto de los colegas del partido de descojona sin disimular ni un pelo.
Pero no te preocupes, Alberto: todos hemos pasado alguna vez por días así.