Nosotros queríamos ir a China de viaje de novios. Hong Kong, Xian, Pekín, la Ciudad Prohibida. Y muchos fideos. Lo llevábamos casi en la sangre: cuenta mi mujer que de niña ya saltaba por el pasillo cantando aquello de «chinita tú, chinito yo».
No pudo ser entonces, por culpa de una de las gripes del pollo, y ambos dijimos: «el año que viene». Pero luego se cruzaron por medio los dineros, las oposiciones, alguna pereza, otra gripe del pollo. Y finalmente, hace nueve meses, apareció una raya de más en un predictor. Y China se alejó tanto, tanto, que se salió hasta del mundo.
La raya del predictor se convirtió hace cinco días en una maravilla de cuatro kilos y pico que atiende (bueno, aún no) por el nombre de Hugo. Llegó el domingo, tras un largo día lleno de sudores, agujas, cables y camillas; una noche, un día y una tarde de nervios y contracciones, que me dejaron con dos convicciones nuevas: una, que la epidural es el mejor invento de la humanidad. Dos, que todo el que diga que las mujeres son iguales que los hombres es un tonto muy tonto. Porque son mucho mejores.
Luego alguien me trajo en una cuna transparente algo que parecía un paquetito de ropa, pero que me miraba sin verme. Llegaron enfermeras, matronas, médicos, un montón de abuelos. Y alguien me llevó por un pasillo lleno de flores hasta la habitación 130 del San Pedro. Y trajeron a mi mujer con una tripa de menos, una cicatriz de más y una sonrisa de angelillo apaleado que hubiera ablandado la Gran Muralla.
Y yo, que llevaba un rato esperando que empezara eso que tantos llaman «el día más feliz de mi vida», noté de pronto que todos los cimientos de mi vida se daban la vuelta y me dejaban colgando como un pelele. Y aún sigo así: enamorado de un niño cuya cabeza me cabe en la mano, lleno de miedo y muy, muy contento. He encontrado mi propia China. Y lleva pañales.