Pues he llegado a la conclusión, señoras y señores, de que somos estupendos. Los españoles, digo. Toditos. Ya sé que hay casos particulares de cazurrismo que dan ganas de borrarse, pero no deben deben ser más que árboles de ésos que no dejan ver el bosque. Porque, en general, somos cojonudos.
Ya me dirán ustedes, si no, cómo hemos conseguido entre todos que España vaya bien –porque va, y si no pónganse a comparar– pese a los políticos que nos adornan y nos han adornado en las últimas dos décadas. Que esos sí: esos sí que son como para echar a correr y no parar hasta Murcia.
Fíjense. En España disfrutamos de partidos políticos que son manifiesta y públicamente inconstitucionales. La Magna Carta dice que los partidos deben funcionar con democracia interna, pero miau. Una vez a unos se les ocurrió hacer primarias, y aún no se han recuperado del susto.
En esos partidos en los que vale más el dedo de un líder que el voto de todas sus bases, los parlamentarios y senadores acaban siendo –salvo honrosas excepciones– piezas tan intercambiables como los cromos de futbolistas: buenas personas, sin duda, muy ocupadas en votar lo que les digan y en volver al pueblo una vez por semana para dar una rueda de prensa. Si a los cuatro años repiten, santo y bueno. Si no, nadie nota la diferencia.
Esos partidos nuestros son los que imponen en las campañas electorales condiciones tan ridículas que sólo demuestran su propio miedo. Como, por ejemplo, la prohibición de que entren más cámaras que las suyas en los mítines, no vaya a ser que alguien grabe lo que no debe, con lo caro que sale todo. O esa ridiculez encorsetada que nos han querido hacer pasar por debate entre candidatos: temas pactados, mentiras (de ambos) impunes, nadie que les saque los colores.
Y es por eso por lo que digo: olé por los españoles. Semos cojonudos. Pese a ellos.