Envidio, y mucho, a la gente con fe. Ésos que saben –porque la fe no admite dudas– que tras palmarla les espera una eternidad, y no sólo una ilustre cofradía de gusanejos. Porque como pasa con el amor, eso de la fe es un regalo que nadie puede darte, y es una real pena: la vida resultaría, así, más fácil.
No lo tengo yo tan claro, sin embargo, con otro tipo de fe que estos días asoma por todas las esquinas: la fe política. Ésa ya me parece más peligrosa, porque el que encomienda su alma a un partido político ha de hacer, necesariamente, una raya: de un lado los nuestros, del otro «los otros». Y como en la peli de Nicole Kidman, «los otros» son entes a los que se odia, se malentiende y, sobre todo, se teme.

La campaña que ya se muere –por fin– ha dejado pequeño al mismo Evangelio: ni un San Juan puesto de pastis hubiera pintado un Apocalipsis como el que nos cuentan los partidos. Porque si ganan «los otros», España va a quedar convertida en un erial por el que camparán, según versiones, obispos con su látigo o maricones con el suyo.
Zapatero quiere, por lo que se ve, acabar con la familia, con la escuela, con la unidad patria y quemar los conventos, previa violación de los monjes. Mariano, por su lado, amenaza con volver a formar a España en el Espíritu del Movimiento, rodeado de curas mientras prohíbe el divorcio, el matrimonio gay y hasta el baile agarrao.
Y, ¿saben?, todo es mentira. Lo descubrí el otro día, en un programa de humor de la tele. ‘El follonero’, uno de los chicos de Buenafuente, les preguntaba a ZP y Rajoy un motivo por el que habría que votar a su rival. No recuerdo bien qué dijo Zapatero, pero sí lo de Rajoy. Tras un rato –largo, largo– de silencio admitió, con su acento gallego: «Pues… supongo que al final no pasa nada».
Pues eso. Gane quien gane, la vida sigue, y muy parecida a sí misma: viviremos, comeremos y acunaremos a nuestros hijos. No pasa nada.