Hay una costumbre de mi señor padre que me saca de quicio. O me sacaba: desde que yo también soy padre, veo a los míos con bastante indulgencia y una reverencia cuasi mística. Porque ellos tuvieron tres, y ninguno salimos politoxicómano ni (gravemente) perturbado.

Pero a lo que íbamos. Mi padre, que es del Madrid (como toda buena persona, excepto un tío mío que es del Barça pero al que aún así queremos) mira de siempre a su equipo con un pesimismo enervante. Más les valía a los blancos ir ganando 3-0 en el minuto 10, porque si no mi padre resoplaba, ajustaba su estampa en el sofá y bufaba la misma frase: «Este partido no lo gana el Madrid».

A mí se me llevaban los demonios (y si al final tenía razón, más) y puede que de ahí venga mi alergia a los agoreros. Porque no es único, mi padre. De hecho lo suyo está controlado, en comparación con lo que se oye por ahí. Que mira que a la gente le gusta augurar males, advertir de diluvios y, en fin, predecir peligros y calamidades.

Llevo unos días muy divertidos, por ejemplo, escuchando cómo los comentaristas más ultras se recolocan el cuerpo después de que el PP perdiera las elecciones. Los hay que la emprenden con Rajoy –cría cuervos, Mariano– pero hay una subespecie que se divierte augurando que España se dirige al abismo, y llamando al prietas las filas: «Los que amamos la libertad y a España no deberíamos desanimarnos», lloraba uno hace poco.

Jodidos agoreros. Me he pasado nueve meses de embarazo oyéndolos, con el culo cada vez más prieto: que si ya me podía despedir del sueño, la cerveza, el sexo y, en general, la vida. Que si de pequeños mal y cuando crecen, peor. Que si la depresión post parto y los celos por el niño, que si los cólicos, que si las fiebres.

Y casi todos olvidaban mencionar algo: la maravilla, la sorpresa, el milagro. Y que todo. qué coño, merece la pena.