Tengo un hijo de dos meses que acaba de aprender a reirse. Es uno de sus primeros logros, y aún lo está perfeccionando: lo mismo se ríe de su madre y de mí -cosa comprensible- que se parte mirando a la cortina. Y como tan mal gusto no tenemos decorando, pues no sé qué pensar.
Porque lo mismo resulta que el chaval es el más listo del mundo, y que cuando le da por echar unas risas es porque sus motivos tiene.
Por ejemplo. Veo en el telediario que un municipio de Zaragoza debatirá el lunes cambiar el nombre de la calle ‘General Franco’ por ‘Calle del Chiki-chiki’. Y que el concejal que lo ha propuesto con el noble ánimo de llamar la atención ha recibido hasta amenazas de muerte. Espío a mi chiquillo y, sí, ha dejado el arte de babear y se ríe. Será casualidad, claro.
Otra: en el periódico se lee que los jueces andan investigando a unos cuantos cientos (cientos, sí) de funcionarios de Justicia, pero también policías, por acceder al expediente judicial presuntamente secreto de la Pantoja. Estupendo modo de pasar el tiempo, me concederán ustedes: menos mal que les han subido el sueldo con lo de la huelga. El crío al menos me lo concede, y se descojona en silencio.
Así, andando las semanas voy haciendo una lista de las cosas que, me parece, hacen que mi hijo pierda su pasividad de pequeño buda. Quitando a sus padres, sus abuelos, las cortinas y el noble arte de soltar pedos, juraría que al muy rufián le pueden los debates parlamentarios -debe ser el único de España que se ríe con Llamazares- y que con el fútbol se muere: será del Logroñés. Las cosas del PP le hacen sonreír, y la Espe («que voy, que no voy») casi llorar. Pero de risa.
Y, en general, veo que va desarrollando un paladar fino para la caspa, el desparrame y el ridículo. Y no sé qué hacer: dentro de unos días es la Gala de La Rioja. Lo mismo le da un perrenque.