“Es muy pronto para estar ya tan pedo”, debieron pensar. Allí estaban los colegas tan ricamente, celebrando las fiestas universitarias de la única manera posible, por lo que se ve: mamándose como príncipes en mitad del campus, con el aplauso de la comunidad académica. Pero de repente, mientras los riojanos del futuro se emborrachaban vuelta y vuelta, aparecieron como venidos de la nada tres señores con corbata perseguidos por unos cuantos fotógrafos.
Y no eran cualquier cosa: se trataba de personajes tan conocidos que hasta a un universitario medio le podían sonar sus caras: el presidente del Gobierno, Pedro Sanz; el rector de la Universidad, José Martínez de Pisón, y el consejero de Salud, José Ignacio Nieto. Los tres se metieron entre la chavalería beoda, chupando de un porrón aquí y un cachi allá, mientras jóvenes peludos se les
abrazaban en sospechosa amistad etílica.
Quiero pensar que fue un acto no del todo reflexivo, una de esas cosas que pasan: que a alguien se le ocurrió «vamos a dar una vuelta», y a otro alguien no le pareció mala idea. Porque el caso es que, como mala idea, es casi insuperable. Que tres autoridades públicas se dejen fotografiar públicamente en pleno jijí-jajá en el botellón es de por sí chirriante. Que uno de ellos sea el presidente de todos es preocupante. Que los otros dos sean el responsable de la salud de los riojanos y el de la educación de los universitarios, ya roza el delirio.
Es de suponer que, tras la visita presidencial, los chavalotes volvieron a lo suyo. Y que esa misma noche, o la siguiente, se dieron a sus otros vicios conocidos. O sea, cantar bajo mi ventana a las tres de la mañana, vomitarme el portal, cargarse los arbolitos del parque, volcar los coches de la calle o vaciar los extintores del garaje. Ahí, menos mal, no habrá políticos para hacerse la foto. Sólo me faltaba tener que aguantar los flashes.