Pues he decidido que no. Que paso. Vamos, que no me da la gana, no quiero y no se me pone. En dos palabras: yo objeto.
Paso, en primer lugar, de pagar impuestos. Hasta ahí podíamos llegar: la propiedad es uno de los Derechos Humanos, ¿no? Pues eso. Que Solbes me mande a los marines si quiere, porque me declaro objetor del IRPF.
Objeto también a la doble fila. ¿No tengo derecho a la libre circulación? Pues que se vea: al primer munipa que me ponga una multa lo llevo ante el Tribunal de La Haya. Por fascista. Y también objeto a la zona azul, al límite de velocidad y al semáforo en rojo. Que nadie decida por mí, coñe.
Y es que he decidido vivir la vida como un objetor. El truco lo he aprendido de mis compadres de la Conferencia Episcopal y de todos los que conforman la peña anti-Educación para la Ciudadanía. Me gusta su argumento: la tal asignatura va contra sus convicciones y sus convicciones, como derecho humano que son, están antes que la Ley. Luego tienen derecho a objetar. 
Más o menos así lo dicen. Hace un par de semanas, cuando el Gobierno de Pedro Sanz hizo lo que tenía que hacer -es decir, cumplir la ley, y dejar que los tribunales hablen- apareció por aquí el sheriff de los padres de alumnos católicos para amenazar al presi con una hecatombe electoral. Con un par.
Y mira que es curioso: los que dicen que EpC es vil adoctrinamiento son casi exactamente los mismos que hace cuatro días defendían una asignatura de Religión obligatoria y evaluable. O sea, nada de doctrina, a no ser que sea la mía.
En fin, que me adhiero. Por objetar, objeto hasta al curro. Ya sé que, según la ONU, tengo derecho al trabajo, pero también tengo derecho al descanso. Y entre uno y otro, pues me quedo con el que más se ajusta a mis personales convicciones: si preguntan por mí, estoy en el sofá. Termino esta columna y me las piro.