Estaba yo comiéndome una seta (en El Cid, claro), cuando empezó la cosa. La Laurel estaba hasta los topes; entre las cuadrillas de padres con niño y las dos mil despedidas de soltero, no había quien parase: borrachos y cochecitos, gran combinación.
La barra estaba lo normal de llena. O sea, un grupo de cincuentones, tres o cuatro matrimonios, unos críos, una pareja en la que el novio corría riesgo de despeñarse por el escote de la zagala (se hubiera matao), mi colega y yo.
Pues eso, que estábamos con la seta en la boca (y el ojo en el escote) cuando de repente el bar se llenó hasta el borde. Y no es que hubiese entrado una despedida de ésas capaces de llenar un bar de borrachos en menos de dos segundos. No era eso. Todo Dios estaba, de repente atento a la tele. Empezaba el Chiki-Chiki.
No es El Cid uno de esos bares que se han dejado llevar por la manía de colocar un plasma de 200 pulgadas y 3.000 watios de sonido. Allí hay lo normal, una tele pequeñita y con culo, lo justo pa que el parroquiano vea los goles de los sábados. El que quiera más pantalla, al cine.
Pero bastaba. La vida se había detenido en el instante supremo. Las cámaras serbias volaban de lado a lado del escenario y tapaban la coreografía de desastre estudiado de las chicas-chiki. Y no se oía, porque la televisioncilla no daba más de sí. Qué más daba: toda España, Laurel incluida, estaba parada viendo al tipo del tupé de cartón haciendo el ridículo.
Con el mundo suspendido y las setas enfriándose en la barra, en el momento en que (lo juro) el bar estalló en cerrada ovación, me di cuenta de que vivía un momento histórico. En cuarenta años el Chiki-chiki será lo que el Lalalá es a nosotros. Y yo podré contarlo; ahí estaba yo, nietecillo mío, con una seta que me iba pringando la mano y casi con lágrimas en los ojos: pasa el siglo, pero España, snif, sigue siendo different. Y cómo me gusta.