El miércoles del presidente fue un día agitado. No tengo idea de qué haría en su despacho -al que, si es cierto lo que cuentan, llegó mientras ponían las aceras- así que tengo que juzgarlo por las fotos que veo en el periódico. A saber.
Veo a Pedro Sanz, con terno oscuro y corbata multirrayas, sentado en un sofá moderno con pinta de incómodo, mientras departe con sindicalistas de manga corta y empresarios de corbata larga. Con vinitos y pinchos de por medio, que los diálogos sociales, como las penas, con pan son menos.
También le veo por la tarde, aguantando el peinado mientras un vendaval sopla sobre Calahorra, en pleno acto noble de dedicar un parque a las Víctimas del Terrorismo. Y ya puesto, un rato antes o después, en la tienda de una de esas víctimas, una de las que saltaron por los aires en la penúltima estupidez etarra.
Pero no es todo. A media mañana, con la misma corbata a rayas pero en mangas de camisa, está en La Grajera, en una concentración de jubilados. Charla con un cocinero -camiseta sin mangas, gorra- que le da vueltas al rancho de toda la vida, patatas y carne. Prefiero no mirar, que estoy a dieta.
Y más aún. Por la tarde, antes de irse a Calahorra, mira con el gesto serio que requiere la ocasión cómo entierran a ‘Taburete’, logroñés de regular fama (pero fama, al fin y al cabo), agitada vida y mala muerte.
Hay quien se toma a risa esas exhibiciones de ubicuidad presidencial, que son más la norma que la excepción. Y no deberían, sobre todo quienes aspiran a quitarle un sillón que, a este paso, le va a durar lo que a Fraga el suyo. Sanz entiende como nadie cómo se ganan las elecciones en La Rioja: probando calderetas, asistiendo a entierros, inaugurando aceras. Haciendo que, al cabo de los cuatro años, la mayor parte de votantes posibles te llamen por el nombre de pila. Otros se ríen: Pedro gana.
FOTO: ALFREDO IGLESIAS