En los viejos tiempos, los políticos que se enciscaban en un parlamento acababan lamentando su osadía. Ser lenguaraz no era buena política: eran años de honores y caballeros, así que más de uno acababa al amanecer cerca de la tapia de un convento, con padrinos y eligiendo entre espada y pistola.
Indalecio Prieto, por ejemplo, propuso recon
ocer ante el Congreso entero que él no era un caballero: así, decía, podría dejar de ser retado a duelo, algo que por lo visto le ocurría más o menos a menudo. Otros, como Blasco Ibáñez, solían acudir a esos lances casi como rutina: los dos contendientes disparaban al aire, y pelillos a la mar. Hasta que se cruzó con un teniente cabreado, que no le mandó al otro mundo de milagro: una hebilla del cinturón detuvo el disparo. Y Blasco, abucheado por los obreros de una fábrica cercana, dejó la política: «¡Para esto viene uno como un cadete a jugarse la pelleja!», dicen que dijo.
Las cosas ya no son así, y algo de pena ya da. Harto anda uno de ver cómo los políticos de nuestros dos bandos –a saber, pesoístas y peperos– andan buscando excusas para meterse el dedo en el ojo. La última (y una de las más tontas) viene a cuento de los fuegos artificiales de las fiestas de San Mateo, que corren peligro de ser suspendidos por dos razones: una, por si se quema el monte Cantabria. Dos (y principal), porque Gobierno y Ayuntamiento no son del mismo partido.
Suerte tienen todos de que ya pasaron los tiempos de Blasco Ibáñez: en otros tiempos, alcalde y presidente estarían ya cruzando sables en algún prado. Pero, en fin, algo hemos progresado.
Qué bien. ¿No?