
A mí la Reina siempre me ha puesto. En sentido platónico, claro. Y en el otro, si no se lo cuentan a nadie, un poquito también. Porque yo creo firmemente en el tópico de que a los hombres no hay nada que nos eleve tanto la fibra como fantasear con una mujer de rango. Y claro, como rango, lo que se dice rango, la Reina es lo más. Al menos hasta que hagan papisas.
O sea, que la Reina me gusta. No sólo porque haga bonito, ni por ese encantador acento extranjero con el que sigue hablando español, cincuenta años después. Es que siempre me ha parecido una dama de ésas ante las que daría gusto hacer una reverencia.
Pero ahora resulta que a la Reina, además de por hacer bonito, le ha dado por hablar. Ella, señora en sus 70, tiene sus opiniones: sobre el aborto, los matrimonios homosexuales y esas cosillas de andar por casa. Y como básicamente resulta que no es partidaria, le ha caído encima el diluvio universal. Mejor que se calle, le han venido a decir. Qué vergüenza. Que pida perdón, o algo.
Casi a la vez, una pandilla de catalanísimos que se había dado a quemar fotos de los Reyes (fotocopias, que tampoco hay que gastar) ha salida absuelta por no sé qué asunto de procedimiento.
Y fíjense, a mí ambas coas me parecen bien. O sea: creo que la Reina está (casi totalmente) equivocada, y que los independentistas del caso son tontos al cuadrado (por quemar y por independentistas). Pero me gusta que seamos un país en el que los reyes puedan opinar, y deberíamos ser uno en el que quemar fotos no esté penado. Así es la libertad de expresión: no siempre bonita, pero siempre necesaria.