Pido perdón. Discúlpenme ustedes el exabrupto inicial; siempre he sido un poco dado a soltar malos palabros, pero mi mujer estaba logrando educarme, y más desde que tenemos churumbel. Que lo aprenden todo.

Pero no me ha quedado más remedio que recaer, por la cosa de la exactitud. Aunque, en mi descargo, me temo que ya habrán oído la burrada unas cuantas veces en las últimas horas. Más o menos desde que el presidente de la Federación Española de Municipios, Pedro Castro, soltó su perla: «¿Por qué hay tanto tonto de los cojones que todavía vota a la derecha?».

Como récord mundial del insulto, no está nada mal: más de 10 millones de personas reducidas a la bobería testicular en tres segundos. Y aunque uno no niega que en España haya tanto tonto –incluso más, si me apuran– es de dudar que se les distinga así de fácilmente.

La cosa es que el episodio –por el que Castro ya tarda en dimitir– revela que demasiada gente piensa que es así de fácil. Para ellos el mundo se divide en dos: los de mi partido (o allegados) y el resto, que no sólo son tontos, sino encima feos, con mal gusto y olor de pies. Antes uno pensaba que esa afección sólo se extendía entre los políticos profesionales; al fin y al cabo, cuando tu sueldo depende de ganar al de enfrente, es lo suyo que le cojas algo de ojeriza. Mas la cosa va, poco a poco, extendiéndose. Y culpa es en parte (ay) de muchos periodistas.

Yo soy bastante tonto para muchas cosas –ayer mismo tuve que llamar a papá para cambiar una rueda– pero al menos en eso no caigo. Tontos hay muchos, pero hay más intolerantes. España está, de hecho, llena. Hasta los cojones.