A ver, señores. Que aquí alguien tiene que haberlo hecho muy mal. Pior que mal: fatal. Cierto es que una de las verdades de esta época moderna es que las cosas duran lo que duran, y que ese lapso de la existencia es limitado. Si las lavadoras, verbigracia, funcionaran toda la vida, los fabricantes del ramo tendrían poco bisnes. Así que, lo dicho, la obra humana dura lo que dura: lo justo y ni un minuto más.
Pero aun siendo así, de verdad que
hay casos que claman al cielo de los justos. En Logroño tenemos dos ejemplazos. Uno es evidente; el otro también pero, no se sabe muy bien por qué, ha pasado algo más desapercibido.
El evidente: la Gran Vía. Aquí no valen politiqueos, izquierdas, derechas, centros o coaliciones. La obra fue una chapuza de inicio a final. Empezando por la adjudicación (qué oportunidad perdió Logroño) y terminando en el resultado final. Pero de verdad: alguien tiene que tener la culpa. Alguien debió asegurar «no, que estos adoquines aguantan lo que les echen». Alguien, en alguna oficina, debió poner sobre la mesa estudios concienzudos, experiencias previas, trabajos académicos sobre resistencia de materiales. Alguien, en fin, debió comprobar que todo se hacía según el proyecto.
El más desapercibido: Pradoviejo. Una cubierta construida con las modernas tecnologías hace año y medio no debe caerse por rachas de viento inferiores a 90 kilómetros por hora. Si lo hace, es por defecto de construcción. Y de nuevo: alguien debe tener la culpa.
Así que desfilando, señores: que los logroñeses quieren agradecerles su buen trabajo.