Las teorías de la conspiración me fascinan. Encuentro encantador el afán de mucha gente (pero mucha) de creerse lo increíble y rechazar de plano lo más lógico. Son ésos que prefieren pensar, por ejemplo, que una conspiración planetaria de gran alcance sigue trabajando, cuarenta años después, para ocultar que el hombre no llegó a la Luna. O los que aseguran que el 11-S fue cosa del Gobierno americano, y que ningún avión se estrelló en el Pentágono.
En la derecha española hay, desde hace unos años, una querencia por la conspiración que sorprende por lo extendido. Nació alrededor del atentado de Madrid, y siguió viva pese a años, pruebas y juicios. Y pese a la lógica. Poco a poco, pese a algún intento ya rayano en lo patético, aquella conspiranoia ha ido disolviéndose.
Pero el gustillo por el pensamiento conspirativo permanece. Ha vuelto este verano, alrededor de los casos de corrupción de los que se acusa a cargos provinciales del PP.
Parece, según van pasando los días, que las altas esferas peperas van dando pasitos atrás en lo de acusar al Gobierno de hacer escuchas, cosa grave de decir, así a la ligera, sin presentar ninguna prueba. Una torpeza, y una torpeza innecesaria: es lo que viene a llamarse «meterse en un jardín».
La actitud de un partido político ante un caso de corrupción debería ser inequívoca: apartar, denunciar, aislar y expulsar. A los corruptos, se entiende. No tengo duda alguna de que la transparencia y el rigor darían al PP más votos que la conspiranoia. Decir «los corruptos no son bienvenidos» es mejor que «aquí todos somos buenos, pero hay una conspiración». Y más creíble.