En el pasillo nos cruzamos con dos mujeres que lloraban. Hugo se puso tenso: algo pasa, supongo que pensaría. Se paró en seco y comenzó a tirarme de la mano, mientras me señalaba la puerta. Vamos, me decía. Vámonos de aquí.
No nos fuimos. Mientras las dos mujeres se perdían por el fondo, nosotros nos acercamos al final, a otra puerta que no era la de salida. «Bebés», ponía. Y dentro se escuchaban más llantos; pero de niños.
Todo ocurría una de estas mañanas, una cualquiera, en la que el mundo giraría como de normal. Habría periódicos, supongo, y la gente saldría por la tele. Los gobernantes gobernarían, los futbolistas correrían, y los políticos se dedicarían a lo suyo, sea lo que sea eso. A unos cuantos cientos de miles de españoles, sin embargo, todo nos resultaba ajeno. Como lejano.

Nosotros vivíamos nuestra propia mañana, unidos por un mismo pequeño dolor casi inconfesable, una de esas cositas que, en realidad, son las que forman la vida grande. El muro con el que nos topamos los que vivimos de contar la realidad: que siempre se nos escapa, porque lo importante no sale en los periódicos.
Delante de la puerta de la guardería, pues, con la mano de mi hijo tirando de mí en dirección contraria, pensaba en que mi hijo nunca volvería a ser tan conocido, ni tan dependiente, ni tan pequeño como en ese momento. En que su camino empezaba ese mismo día, aunque lentamente, a separarse del mío. Y en que ojalá fuera esto como antes, cuando los hombres nos librábamos de estas cosas.
Fuera estaba nublado. Pero yo me puse las gafas de sol.