Iban en un Ibiza negro, y parecían bien tontos. Uno de ellos lo era; la otra, tenía toda la pinta. Nunca se puede saber, en fin, y quizá sean cabales ciudadanos en un mal día. Pero si me hacen apostar, lo digo: capullos totales.
Conducía yo por la circunvalación, con mi señora al lado y mi hijo detrás: mucho amorcito junto para un pobre Renault, diría. Adelantábamos a un camión, íbamos como a 90 (el límite está en 80, recuerdo). Y no lo vi. Miré por el espejo, y no estaba. Pero un segundo después, sí: un Ibiza negro, casi apretando mi parachoques.
Me aparté en cuanto pasé el morro del camión, pero no debí ser suficientemente rápido. Porque cuando pasó a mi lado, la parejita refrenó lo suficiente el bólido como para echarme esa mirada. Ya saben: la de «quítate de enmedio». Torpe.

Después aceleraron de nuevo entre el tráfico. Jugaron al mismo juego de gato y ratón con el que iba delante y luego, en el momento en que los carriles se separaban -uno hacia La Estrella, el otro circunvalación adelante-, justo antes del túnel, efectuaron un magnífico adelantamiento por la derecha y a través de la línea continua a un camión.
No me hace falta mucho más para saber que el conductor del Ibiza negro es tonto. Un tonto peligroso, con un cacharro de mil kilos en las manos que, más tarde o más temprano, acabará haciendo daño a alguien.
Lo de ella, sin embargo, no lo tengo tan claro. ¿Sabe que se estaba jugando la vida, y que el asiento más peligroso de un coche -y más de ése- es el suyo?
En fin. El Gobierno acaba de aumentar las multas, y me parece bien: a esta gente le duele más la cartera que la vida. Es que son tontos.