No sé qué les parecerá a ustedes, pero a mí me está dando la impresión de que Logroño se está empequeñeciendo. Debe ser eso: las calles se están volviendo cada vez más estrechas, y ya casi no cabemos. O quizá son los coches, que van ensanchándose según la gente se compra todoterrenos y monovolúmenes sin cuento.
Quizá es cosa de la época navideña, o de que el frío aumenta la tendencia natura del logroñí a coger el coche hasta para ir de la cocina al baño. Pero el caso es que conducir por Logroño se ha convertido en los últimos tiempos en una cosa de locos.

Soy un fan de las peatonalizaciones y de los carriles bici, así que no me verán criticar que Bretón de los Herreros se haya hecho plaza, ni que la bici gane espacios aún a costa de aparcamientos. Hay, sin embargo, unas cuantas cosas que convendría arreglar si no se quiere que el personal acabe aún un poco más pirado de lo normal. Por lo pronto, convendría racionalizar la cosa de los semáforos. El Ayuntamiento lleva un par de años dejando caer semáforos a golpe de carta al director: si alguien se queja, cae uno. La Gran Vía ha sido la más agraciada, con un despliegue; cada tres pasos, semáforo. Consiguiendo así que una de las pocas cosas buenas que tenía la Vía (que se circulaba bien, y que la gente no corría demasiado) se haya acabado. Ahora la peña se cabrea, pita, acelera para llegar al próximo parón.
Y a todo esto, en República Argentina sigue la misma doble fila que antes del ‘multacar’, lo de Víctor Pradera parece un chiste… y en Chile están haciendo otro paso de cebra.
Ya me oír al concejal rumiar para sí: «Oye, aquí, ¿no vendría bien un semáforo?».