Hay repartidos por el mundo cientos de cementerios así. Todos muy parecidos: un templete más o menos discreto, listas de nombres impresas en la pared; y un montón de pequeñas lápidas de piedra blanca, dispuestas en hileras entre un césped perfectamente cuidado. En cada lápida, el nombre del soldado, su unidad, el (habitualmente) corto espacio de tiempo que pasó entre su nacimiento y su muerte en combate por Inglaterra. Muchas de las tumbas no tienen nombre. «Un soldado de la guerra de 1939-1945», dicen. O algo similar. Y una frase que se repite como epitafio: «Known unto God».
Confieso que esos lugares, como el que recorría este domingo en una mañana de lluvia en el norte de Francia, me resultan sobrecogedores. Y no sólo por las miles de vidas jóvenes que se dieron por una causa de la que sólo se puede decir que era la nuestra, aunque muchos españoles de la época no lo tuvieran tan claro.

Hay otra cosa que me sobrecoge aún más. Esos británicos (también australianos, sudafricanos, neozelandeses) no han sido olvidados. Entre las lápidas, aquí y allá, se ven ramos de flores.Y en el libro de visitas del monumento memorial hay, invariablemente, frases de hoy, o de ayer mismo. Oraciones, agradecimientos, conmovedoras declaraciones de familiares o desconocidos que reconocen que algo les deben a esos chicos muertos.
No está nuestra historia más vacía de héroes que la inglesa, aunque no siempre eligiéramos las mejores causas. Pero los héroes españoles no tienen suerte: quizá deberían haber muerto por un país menos acomplejado con su historia. O más generoso.