No es que la historia vaya a terminar bien. No: por desgracia, la cosa sólo podía terminar menos mal. Pero teniendo en cuenta que historias como la de los Meño tienen la costumbre de acabar en vergüenza, me parece que esta vez hay que felicitarse.
Ya saben de qué va. Hace 21 años, Antonio Meño decidió operarse la nariz. Entró en el quirófano con una napia fea, pero un cuerpo intacto. Y salió muerto en vida: con el cerebro frito, condenado a una existencia de casi vegetal. A sus padres les dijeron que el joven se había ahogado con su propio vómito. Ellos no se lo creyeron y acudieron a la Justicia. Y la Justicia no les dio la razón; incluso les condenó a pagar 400.000 euros en unas costas que ellos no podían pagar. Perdieron su casa.

Sin nada más que perder, los Meño y su hijo Antonio se instalaron en una tienda ante el Ministerio de Justicia. Eso fue hace 505 días. Allí les vio un médico, Antonio Frade, que estaba en aquel quirófano y que pensaba que todo se había arreglado en su momento. Y que contó la verdad: el tubo que hacía respirar al joven se había desconectado y en aquel momento no había anestesista en el quirófano.
Antonio Meño, pues, no vomitó. Lo que sí da ganas de vomitar es pensar que un grupo de médicos decidiera conscientemente mentir para salvar su propio trasero, condenando a la ruina y a la injusticia a una familia inocente. No malos médicos: horribles personas. El miércoles, el Supremo les dio la razón. Ahora, los Meño empiezan a pensar que no tendrán que dormir en la calle. 520 días después, es un momento para felicitarse. Y para desear que nunca, pase lo que pase, entre uno en un quirófano tan lleno de gente sin alma.