Hay unos cuantos gremios profesionales españoles que viven su vida protegidos tras un muro legal. Es un muro que les guarda, se supone, del intrusismo. Pero es un muro que les protege, en realidad, de nosotros. Sus clientes.
Miren, verbigracia, a los taxistas. En las últimas semanas ha estallado un conflicto con los taxistas de Nájera que a punto ha estado alguna vez de llegar a peores. Básicamente se trata de que los profesionales de otros pueblos no puedan trabajar allí. Si usted vive en Hormilleja y quiere volver al terruño desde Nájera, no puede llamar al taxista del pueblo. No: está usted obligado a usar el de Nájera.

O sea. No tiene usted derecho a elegir quién le presta el servicio que usted quiere. No. Otros deciden por usted. Tampoco tiene usted posibilidad de elegir a aquel taxista que le salga más barato. No, otros ponen los precios por los taxistas. Y además, no puede ser taxista quien quiera, sino que el número de licencias está acotado.
En un mundo ideal, cualquiera que cumpliera los requisitos legales se debería poder dedicar al taxi. En ese mundo, la libre competencia establecería los precios, y uno podría llamar al coche que le viniera en gana por su comodidad, precio, servicio y simpatía. O sea: la decisión debería ser del que pone la pasta, usted y yo.
Pero en este mundo nuestro, tan poco ideal, uno se encuentra con que los taxistas (igual que otros gremios) se encuentran perfectamente protegidos de nosotros y de nuestras decisiones. Qué más da que el servicio sea, así, tan caro, tan ineficiente (vaya a buscar un taxi en Logroño el sábado por la noche) y, en fin, tan poco libre.