Es de suponer que don Fidel murió con la conciencia tranquila. O no: al fin y al cabo era un hombre como todos, pese a ser obispo, y eso significa que como todos arrastró su dosis de miserias hasta el lecho de muerte.
Aunque en realidad don Fidel (Fidel García) no era un hombre como todos. No sólo por listo –un hombre de mucha letra y mucho intelecto– sino por valiente. No era un hombre como todos porque supo hacer eso a lo que casi ninguno nos atrevemos: ir contra la corriente porque sabía que eso era exactamente lo que tenía que hacer.
Don Fidel era obispo de Calahorra en los años duros del franquismo, los cuarentas. No es que fuera un «obispo rojo»: como casi todos los curas españoles, estaba más en el bando de los que ganaron que de los que perdieron.

Pero don Fidel era honesto, y con eso le bastó. Siguiendo lo que decía el Vaticano (que no los prelados españoles) y su propia conciencia emitió una pastoral en la que condenaba el nazismo. Eso, en 1942, fue suficiente como para que su nombre apareciera en The New York Times… y también en la lista negra de un régimen muy seguro todavía de que Hitler iba a ganar.
La historia es conocida: entre la pastoral y algunas desafecciones posteriores, a don Fidel le inventaron una historia de faldas (mentira podrida, que está demostrado) y tanta maledicencia y desplante sufrió que acabó dimitiendo.
El obispo García murió en 1973, y espero que tranquilo. Una tesis doctoral le recuerda ahora, y es de desear que los riojanos aprendan algo más sobre don Fidel. Y sobre cómo los curas también son hombres. Y a veces, hombres de honor.