Las cosas como son: en las próximas elecciones los españoles (o algunos, al menos) votaremos a gente que nos roba. Y además lo sabemos: la ignorancia en este caso es culpable. Es una cuestión curiosa, y con poco parangón en las democracias occidentales, en las que la simple sospecha de haber metido un dedo en la caja vale para inhabilitar a cualquiera.
Pero aquí, no. En este país, lo más probable (cualquier otra cosa sería una sorpresa) es que los valencianos elijan por absoluta mayoría a un presidente al que están a punto de abrir juicio oral por corruptelas. Habrá que respetar presunciones de inocencia y esas cosas, claro, pero haber llegado hasta ahí ya debería imponer un respeto en su electorado: algo más que sospechas fundadas hay, o eso dice la justicia.
El caso es que ese tipo de comportamientos (y ese tipo de tramas de amiguismo y corrupción) deberían ser la línea roja de un electorado. Uno puede pasar una mala gestión, apelando a la coyuntura, el ideario o el qué bien me cae este señor. Pero no debería por la sospecha de corrupción.
Habría que preguntar a los valencianos o a los andaluces (lo de los EREs es sencillamente espectacular) qué clase de gobierno quieren. Porque si ese tipo de conductas queda sin castigo, si los electores demuestran que no les importa que les roben, habrá que preguntarse entonces qué les importa.
Porque al final pasa lo que pasa: Marbella. La corrupción no tiene fin, si los electores la consienten. Al final, sólo queda un solar en el que lamentarse: «Yo no lo sabía». Pero no es cierto: usted sí lo sabía. Pero decidió elegir a un ladrón.