Hay muchas cosas que no entiendo de España, pero puede que ésta sea una de las más difíciles para mí: la cantidad de personas que tienden a ser, en cuanto tienen oportunidad, benevolentes con la dictadura de Franco.
La última ha sido la bochornosa entrada sobre Franco del diccionario biográfico que ha redactado la Academia de la Historia. Ésa en la que, de tanto hablar del valor, la capacidad militar y el liderazgo inmaculado de Franco se le olvidó incluir la palabra «dictador». Y ahí sigue, escudándose en artificios lingüísticos para justificar una indignidad disfrazada de historia.
Si el señor Suárez, autor de esa hagiografía felativa, fuera alemán y hablara sobre Hitler probablemente estaría ya camino de los tribunales. Pero en España la apología de la dictadura sigue teniendo su público. Basta leer esos libros de los pseudohistoriadores que rellenan las estanterías de las estaciones de servicio. Se venden como rosquillas entre un público ávido de justificar lo más extraño: que, de alguna manera, hay mucha gente que se considera aún heredera de Franco.
Será, supongo, consecuencia de muchas décadas de propaganda que aún colea. Pero los hechos son tozudos, y basta con su pura exposición. No es ser de izquierdas ni de derechas recordar que Franco tomó el poder contra el gobierno establecido y lo retuvo sólo para él durante 40 años. Que en los primeros años de su dictadura «desapareció» a sangre fría a decenas de miles de españoles, muchos de los cuales siguen aún enterrados en cunetas ante la desidia de los gobiernos.
No es ser de izquierdas ni de derechas. Es cuestión de historia. De historia de la buena, claro. No de la historia de los herederos.