España está en reforma. En reforma laboral: camino llevamos andado, pero los mercados siguen pidiendo más. Bueno, los mercados no: aparte de caprichosos, los mercados son mudos. Hablan por ellos otros: el FMI (que da pero no da) y la UE, empeñada en despeñarse.
El caso es que ahí nos viene la reforma laboral, inevitable como la lluvia. Es una reforma con mil caras y mil propuestas, pero básicamente todo viene a ser lo mismo: que el coste de la masa laboral sea para las empresas lo menos gravoso posible, y que la tarea de despedir al asalariado resulte, cuando llegue, más sencilla. Y barata.
Empecemos por lo obvio, que parece olvidársenos. Un empresario no contrata porque le sea más fácil despedir. No: un empresario contrata porque necesita más mano de obra. Eso viene a ocurrir cuando sus productos o servicios tienen más demanda.
Y eso viene a ser cosa de los consumidores. Que son, cuestión numérica, mayoritariamente asalariados.
Está por ver que todas esas reformas (recortes, hablando propiamente) tengan algún beneficio para la actividad económica. Pero es evidente que, hoy por hoy, crean más paro y paralizan el gasto de unos consumidores aterrados.
Hay además en todo esto una falacia terriblemente injusta: la idea, filtrada en cada declaración de un responsable económico, de que los costes laborales son inasumibles por altos.
Y fíjense. Entre 1995 y 2005, los beneficios de las empresas españolas subieron un 73%. En ese mismo periodo (son datos de la OCDE, búsquenlos), el valor real de los sueldos en España BAJÓ un 4%. No lo digo por nada, pero puestos a recortar…