Allá va Camps, volando (al fin) por la ventana de atrás de la Generalitat valenciana. Los suspiros de alivio en la calle Génova se oyen desde Logroño, mientras en Valencia el baile de sillas, de influencias y de familias apenas acaba de empezar.
La dimisión del president es, a poco que se mire sin óptica partidista, una buena noticia para la democracia española, pero una que apenas llega para lavar el enorme cúmulo de malas nuevas que ha traído este malhadado caso. Cómo se ha llevado este asunto desde las instituciones públicas valencianas es un ejemplo de cómo no se han de hacer las cosas en democracia: la corrupción, su ocultación, los malos modos, la prepotencia. Todo, incluyendo la manipulación vergonzosa del periodismo público y cerrando con ese detalle chusco de Camps al colocar a sus hombres para tapar las cámaras en el momento justo en el que el president dimitía.
Nadie tendrá, en fin, la imagen de Camps diciendo que dimite. Pero el caso es que ha dimitido, dejando de paso en mal lugar a mucha gente que puso la mano en el fuego por él (o que eso dijo, al menos).
Pero no conviene evitar lo obvio; quien realmente ha quedado mal en este asunto ha sido una aplastante mayoría absoluta de los electores valencianos.
Parece que ha pasado un millón de años desde las elecciones, pero va a ser que no: fueron en mayo. Entonces, toda Valencia sabía lo que había. Toda Valencia sabía que existía la Gurtel, que Camps no estaba lejos, que en esas listas había unos cuantos imputados por lo peor que puede hacer un servidor público: corromperse.
Toda Valencia lo sabía. Y le votaron. Allá ellos.